Fiel a su estilo, Álvaro Uribe Vélez no espera a que el país le dicte sentencia para mover las piezas del tablero político. A dos semanas de conocerse el fallo judicial por el caso de manipulación de testigos que lo tiene en vilo desde hace más de cinco años, el expresidente sorprendió con una convocatoria que muchos ya leen como el primer intento serio de articular una gran coalición de derechas con miras a las elecciones presidenciales de 2026. El foro, centrado en seguridad —tema que ha sido su emblema—, reunió a precandidatos, exministros, congresistas y dirigentes de distintas vertientes ideológicas, con una consigna velada: “el enemigo está al frente y se llama Gustavo Petro”.
El encuentro no fue una cita casual ni improvisada. Se trató de una demostración de fuerza simbólica y política en la que Uribe, pese a su situación judicial, reafirma su influencia. A la cita acudieron no solo miembros del Centro Democrático, sino figuras del conservatismo tradicional, del uribismo crítico e incluso sectores que en el pasado fueron distantes a su figura. La excusa formal fue debatir sobre seguridad en un país nuevamente golpeado por la violencia, luego del atentado contra el precandidato Miguel Uribe Turbay. Pero el mensaje de fondo fue otro: la derecha no piensa ceder terreno sin dar la batalla en bloque.
Uribe, siempre consciente del lenguaje del poder, se ubicó en el centro del escenario. No habló de su proceso, pero tampoco lo esquivó. Su sola presencia, en un foro de tal magnitud, fue una declaración política. Los rumores sobre una posible aspiración suya a la vicepresidencia o al Senado empezaron a cobrar fuerza en los pasillos. Aunque no lo confirmó, tampoco lo descartó. En política, a veces el silencio también es estrategia. Lo cierto es que el expresidente está calibrando sus movimientos, midiendo fuerzas, y, sobre todo, tanteando el terreno para lo que podría ser su último acto electoral.
El contexto no es menor. El país atraviesa un momento de polarización aguda, con un gobierno de izquierda que ha perdido buena parte de su capital político inicial y una oposición fragmentada, que hasta ahora no ha logrado articular un relato común. Uribe, con su instinto intacto, ve la oportunidad de presentarse no como un candidato, sino como el gran articulador de una alianza amplia, que incluya desde el empresariado hasta sectores conservadores liberales, pasando por evangélicos y uribistas tradicionales. La seguridad, más que un tema, se convierte en la excusa narrativa para reconstruir el proyecto político que lo llevó al poder hace más de dos décadas.
El simbolismo del foro es tan poderoso como sus implicaciones prácticas. Allí se sentaron figuras que compiten por los mismos votos, pero que, por primera vez en años, hablaron de unidad. La fotografía del evento podría convertirse en el primer borrador de una coalición real, si logran superar sus egos y diferencias. Y aunque aún no hay humo blanco, la estrategia ya está en marcha. Uribe, como un viejo ajedrecista, movió su primera torre. El jaque todavía está lejos, pero la partida ha comenzado.
Queda en el aire, sin embargo, la gran pregunta: ¿hasta qué punto puede liderar Uribe una coalición mientras enfrenta un proceso judicial de alto calibre? ¿No será su propia figura el principal obstáculo para consolidar la unidad? La política colombiana, sin embargo, ha demostrado ser más pragmática que moralista, y no sería la primera vez que un político cuestionado vuelve al centro del juego por pura fuerza electoral. En este país, la memoria es frágil y las pasiones pesan más que los antecedentes.
Mientras tanto, el país político mira hacia Medellín, donde Uribe sigue tejiendo en silencio. El fallo judicial será un parteaguas, pero el expresidente ya dejó claro que no esperará de brazos cruzados. Con un foro, una foto y una narrativa, volvió a poner su nombre en el corazón del debate electoral. Y en Colombia, donde todo puede cambiar en un suspiro, eso basta para encender las alarmas y reconfigurar el mapa.