Con voz firme pero cargada del peso de los años y la historia, el expresidente Álvaro Uribe Vélez tomó este lunes la palabra en el juicio que lo enfrenta a uno de los capítulos judiciales más complejos y simbólicos de la Colombia reciente. Desde la sede de los juzgados de Paloquemao, en el corazón judicial de Bogotá, Uribe se plantó frente al estrado como quien vuelve al campo de batalla, esta vez no con discursos de plaza pública, sino con argumentos para defender su nombre y su legado ante la justicia.
En una audiencia que quedará registrada en los anales del país, Uribe —acusado de soborno a testigos y fraude procesal— inició sus alegatos finales, luego de que su equipo jurídico lo hiciera días antes. Lo acompañaban figuras leales de su partido, entre ellas la senadora Paloma Valencia, quienes lo observaban como se observa a un general que rinde cuentas por su última guerra. Pero esta vez, la contienda no es política, sino legal; no se libra en el Congreso ni en los medios, sino en el silencio tenso de una sala judicial.
Desde el primer minuto, el expresidente fue directo: anunció que su intervención se centraría en seis episodios clave, los mismos que la Fiscalía considera sustanciales para probar que Uribe había promovido una red de sobornos a personas privadas de la libertad, con el fin de fabricar testimonios que lo favorecieron y desacreditan a sus opositores. Uribe, sin embargo, sostuvo con vehemencia que nunca buscó tergiversar la verdad, y que su única intención fue defenderse de acusaciones que —según él— son producto de una persecución política.
La estrategia discursiva del ex mandatario no fue nueva, pero sí cuidadosamente tejida: apeló a su historia de lucha contra las guerrillas, a su cruzada contra el narcotráfico, a su popularidad sostenida durante años y a los enemigos que —como ha dicho tantas veces— han querido silenciar. En su relato, el juicio no es solo una disputa legal, sino una batalla por la narrativa del país. Para Uribe, este proceso judicial forma parte de una guerra de desgaste emprendida por quienes no aceptan los métodos con los que gobernó.
En su exposición, recurrió a nombres, fechas y contextos que parecían destinados no solo al juez, sino a la opinión pública que sigue con atención cada palabra de este caso. Uribe habló del exparamilitar Juan Guillermo Monsalve —testigo clave—, de sus contradicciones, de las supuestas presiones de terceros y de los intentos fallidos de demostrar que hubo una intención dolosa desde su círculo cercano. Todo bajo la premisa de que, como expresidente, jamás habría necesitado acudir a artimañas ilegales para limpiar su imagen.
Pero más allá de lo jurídico, la intervención de Álvaro Uribe estuvo impregnada de un componente casi existencial. Fue la declaración de un hombre que, tras haberlo sido todo en la política colombiana, se encuentra ahora ante la posibilidad de ser recordado más por sus procesos judiciales que por sus victorias electorales. Una escena que evoca el ocaso de los grandes caudillos: cuando el poder ya no reside en el discurso, sino en el veredicto de un juez.
Así se desarrolla este episodio inédito en Colombia, donde por primera vez un ex presidente rinde su “última palabra” no ante la historia escrita por los libros, sino ante la ley escrita en códigos y jurisprudencia. Lo que está en juego va más allá del destino jurídico de un hombre: se trata de cómo un país entiende y juzga su pasado reciente, sus formas de poder y sus cicatrices aún abiertas. El juicio a Uribe es, en muchos sentidos, también un juicio a Colombia.