Tras días de tensión, bloqueos y movilizaciones en las montañas de Boyacá, los pequeños mineros y el Gobierno Nacional lograron tender un puente. El paro minero, que mantenía en vilo a la región y generaba preocupación por el impacto económico y social, fue finalmente levantado gracias a un acuerdo que, más allá de destrabar un conflicto puntual, promete abrir una nueva etapa en la relación entre el Estado y la minería tradicional. El diálogo, una vez más, demostró su capacidad de aplacar fuegos y de construir caminos en medio de la incertidumbre.
El pacto alcanzado entre los líderes mineros, el Ministerio de Minas y Energía, y autoridades locales, plantea compromisos ambiciosos pero necesarios: avanzar hacia una Transición Energética Justa (TEJ) que no excluya, sino que integre a quienes por décadas han vivido del carbón. En una época marcada por la urgencia climática y las presiones internacionales por abandonar los combustibles fósiles, el acuerdo reconoce que la transición no puede construirse desde los escritorios de Bogotá sin escuchar las voces de las regiones que hoy sienten que el cambio les pasa por encima.
El ministro Edwin Palma asumió públicamente la responsabilidad de diseñar, junto con las comunidades, una hoja de ruta que garantice que la pequeña minería no será arrinconada ni criminalizada, sino incorporada con dignidad al nuevo modelo energético. Este compromiso, expresado no solo con palabras, sino con acciones como el inicio inmediato de procesos de formalización para quince mineros boyacenses, es una señal concreta de que el Gobierno entiende que una transición justa no puede hacerse sin justicia social.
El acuerdo contempla también el destrabe de trámites administrativos que durante años han sido un obstáculo para la formalización del sector. Los mineros no solo piden ser escuchados: exigen reglas claras, seguridad jurídica y alternativas reales para reinventar sus economías. Por eso, el Gobierno se comprometió a impulsar planes regionales de reconversión productiva, con énfasis en agroindustria, turismo, energías limpias y aprovechamiento de minerales estratégicos. Una promesa ambiciosa, sí, pero también urgente para garantizar que la transición energética no se convierta en una nueva forma de exclusión.
Más allá de los acuerdos técnicos, lo ocurrido en Boyacá revela un hecho político profundo: los pequeños mineros, a menudo invisibilizados o estigmatizados, han demostrado su capacidad de organización, presión y diálogo. Su lucha no fue solo por el carbón, sino por el derecho a ser parte del futuro energético del país. En ese sentido, lo alcanzado esta semana es mucho más que un simple levantamiento del paro: es el primer paso hacia una conversación nacional que apenas comienza.
El reto, por supuesto, será cumplir. La historia reciente de Colombia está llena de pactos rotos y promesas aplazadas. Esta vez, el Gobierno no solo deberá implementar lo firmado, sino hacerlo con transparencia, celeridad y voluntad real de transformar. Los mineros, por su parte, han dejado claro que no renunciará a su derecho a existir, ni a su vocación productiva, pero están dispuestos a caminar hacia nuevos horizontes si se les ofrece un terreno firme para hacerlo.
Boyacá, con sus laderas curtidas por el trabajo y la memoria, ha levantado la mano para decir que quiere ser parte de la transición, pero con voz propia. El levantamiento del paro no es el fin de un conflicto, sino el inicio de una conversación impostergable: cómo hacer que el cambio energético en Colombia no deje a nadie atrás. Ese, quizá, sea el verdadero desafío.