La caída de Sandra Liliana Ortiz, exconsejera presidencial para las regiones del gobierno de Gustavo Petro, marca un nuevo capítulo en el escándalo que ha desnudado una de las redes de corrupción más graves en la historia reciente del Estado colombiano. La Fiscalía General de la Nación la acusó formalmente por su papel en el saqueo de recursos de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), acusándola de lavado de activos y tráfico de influencias, y de haber sido un engranaje clave en el movimiento de al menos $3.000 millones que habrían sido utilizados para pagar sobornos a congresistas.
El dosier del ente acusador es contundente: el 12 de octubre de 2023, Ortiz habría recibido en un apartamento en el centro de Bogotá a Olmedo López y Sneyder Pinilla, entonces directivos de la UNGRD. Allí, en medio de la discreción de un encuentro privado, le habrían entregado una maleta con $1.500 millones en efectivo. La exfuncionaria, lejos de alertar sobre el ilícito, habría cargado el botín en un vehículo oficial y se dirigió hacia el norte de la capital, con rumbo definido: una cita con el entonces presidente del Senado, Iván Name Vásquez.
Pero el episodio no quedó ahí. Al día siguiente, en la misma locación, según la Fiscalía, Pinilla volvió a entregarle otra maleta con igual cantidad: $1.500 millones en efectivo. En total, $3.000 millones fueron movilizados por Sandra Ortiz en carros del Estado, los mismos destinados para servir a las regiones, y no para facilitar tramas de sobornos a las altas esferas del poder legislativo. Para la Fiscalía, Ortiz no solo conocía la procedencia de los fondos, sino que también comprendía perfectamente su destino: coimas por favores políticos.
Estos dineros, según el expediente, salieron de un contrato amañado para la compra de 40 carrotanques, supuestamente destinados a llevar agua potable a comunidades vulnerables de La Guajira. Un símbolo más del drama colombiano: recursos destinados a resolver una crisis humanitaria histórica terminaron sirviendo como moneda de cambio en los pasillos del poder. La Fiscalía sostiene que la operación fue cuidadosamente diseñada para simular legalidad, mientras desviaban fondos públicos hacia las manos equivocadas.
Ortiz, ex senadora de Alianza Verde y figura de confianza del Ejecutivo en sus diálogos con las regiones, se enfrenta ahora al mayor reto judicial de su carrera política. La audiencia preparatoria quedó fijada para el próximo 19 de noviembre, y de ser hallada culpable, podría enfrentar una pena ejemplar. Su rol, lejos de ser periférico, es considerado central en la distribución del dinero y en la logística de la corrupción institucionalizada en la UNGRD.
Este escándalo, que ya ha tocado a otros nombres de peso como Olmedo López, quien ha colaborado con la justicia, y al propio senador Iván Name —quien niega los señalamientos—, pone en evidencia cómo las instituciones diseñadas para atender emergencias y proteger vidas fueron convertidas en instrumentos para el enriquecimiento ilícito y la manipulación del poder legislativo. El caso sacude los cimientos de la administración pública y plantea serias preguntas sobre los controles internos del gobierno.
Mientras la justicia avanza, el país observa con indignación y expectativa. No se trata solo del juicio contra una ex funcionaria, sino de una herida más profunda: la de un Estado que, por acción u omisión, sigue permitiendo que la política se financie con los mismos recursos que debieron salvar sedientos en La Guajira. La historia de Sandra Ortiz no es solo la de una caída personal, sino la de un sistema que, pese a las promesas de cambio, sigue sin encontrar el camino de la transparencia.