Reforma tributaria de Petro: trago, cigarrillos e IVA en la mira para cerrar el hueco del presupuesto de 2026

Con un tono directo y sin rodeos, el ministro de Hacienda, Germán Ávila, presentó ante el Congreso el Presupuesto General de la Nación para 2026, por un monto que no tardó en levantar polémica: $556,9 billones. Es la cifra más alta jamás propuesta por un Gobierno colombiano, y corresponde al último año de mandato del presidente Gustavo Petro. Pero detrás de ese ambicioso plan financiero, se esconde una realidad compleja: sin una nueva reforma tributaria, ese presupuesto simplemente no cuadra. Por eso, el Ejecutivo puso sobre la mesa una reforma que aspira a recaudar $26,3 billones adicionales. Y para lograrlo, ha decidido tocar fibras sensibles del consumo cotidiano: el trago, los cigarrillos y el impuesto al valor agregado.

La propuesta del Gobierno apunta a gravar con mayor contundencia el consumo de bebidas alcohólicas y tabaco, argumentando que estos productos generan “externalidades negativas” para la salud pública. Es el regreso con fuerza de los llamados impuestos saludables, una estrategia que, aunque tiene respaldo técnico, enfrenta siempre la resistencia del sector privado y de no pocos consumidores. A esto se suma la intención de ajustar el IVA, en particular revisando beneficios tributarios que hoy favorecen a bienes y servicios consumidos mayoritariamente por las clases más altas. Aunque se ha prometido que la canasta básica no será tocada, el simple anuncio ya abrió el debate sobre qué productos podrían salir de esa protección.

No es la primera vez que un Gobierno colombiano plantea una reforma estructural al sistema del IVA, pero sí es de las pocas ocasiones en que se hace con un trasfondo fiscal tan apremiante. El ministro Ávila ha insistido en que la intención es avanzar hacia un sistema más progresivo y eficiente, sin golpear el consumo de los hogares más vulnerables. Pero esa es una línea delgada y difícil de mantener en la práctica, especialmente en un país donde la informalidad, el contrabando y la evasión fiscal son pan de cada día.

Además de los impuestos al consumo, la reforma busca reforzar la tributación sobre la renta y el patrimonio, con especial énfasis en las personas naturales y empresas de mayores ingresos. También se contempla fortalecer el recaudo por concepto de impuesto al carbono, una medida que, en palabras del Gobierno, tiene un doble objetivo: contribuir a la sostenibilidad fiscal y avanzar en la lucha contra el cambio climático. El discurso oficial insiste en una redistribución de la carga tributaria que proteja a las clases medias y populares, pero, como siempre, será el articulado final el que determine si esa promesa se cumple o se diluye entre excepciones y lobby empresarial.

El camino legislativo no pinta fácil. Desde la oposición ya se han alzado voces críticas que cuestionan no solo el contenido del presupuesto, sino su tamaño mismo. El representante Christian Munir Garcés, del Centro Democrático, ha propuesto un recorte de $39 billones, argumentando que el plan de gasto es desbalanceado y prioriza el funcionamiento del Estado y el servicio de la deuda por encima de la inversión pública. “Este presupuesto es irresponsable y refleja un Estado hipertrofiado por las reformas del Gobierno”, advirtió. Es probable que otras bancadas se sumen a esa visión, lo que anticipa una discusión ardua en el Congreso.

El Gobierno, por su parte, ha dejado entrever que, si no hay consenso legislativo, no dudará en aprobar el presupuesto por decreto, como ya ocurrió con el de 2025. Aunque constitucionalmente posible, este recurso deja un sabor amargo en términos de legitimidad democrática y desgasta la ya tensa relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Además, mina la gobernabilidad de una administración que, en su recta final, necesita con urgencia mostrar resultados tangibles.

Lo cierto es que el tiempo apremia y el margen de maniobra es estrecho. La reforma tributaria que se avecina no solo es clave para financiar el último año del Gobierno Petro, sino que pondrá a prueba su capacidad para construir acuerdos en un Congreso fragmentado y escéptico. Más allá de los números, lo que está en juego es el modelo fiscal que el país quiere para enfrentar sus desafíos económicos, sociales y climáticos. Y, como siempre, será el ciudadano —con su copa, su cigarrillo o su factura del mercado— quien terminará sintiendo el peso real de la reforma.

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