El eco del escándalo que envuelve a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) vuelve a resonar en los pasillos del poder. Esta vez, con nombres, cifras y un proceso disciplinario que amenaza con escalar hasta los pisos más altos del gobierno de Gustavo Petro. La Procuraduría General de la Nación abrió investigación formal contra seis exfuncionarios del Ejecutivo, señalados por su presunta participación en el desvío de $100.000 millones de un convenio que debía destinarse a la compra de tierras para comunidades vulnerables.
En el centro de la tormenta reaparece Olmedo de Jesús López Martínez, el exdirector de la UNGRD cuya gestión, entre anuncios de ayuda humanitaria y ruedas de prensa altisonantes, terminó sepultada bajo sospechas de corrupción y manejos oscuros. Hoy, es la figura más visible de un entramado que, según el Ministerio Público, habría permitido la desviación de recursos públicos mediante maniobras administrativas que apuntan a una red de complicidad institucional.
El expediente disciplinario también involucra a César Augusto Manrique, exdirector del Departamento Administrativo de la Función Pública; Daniel María Medina González, exsecretario general de la Agencia Nacional de Tierras; Luis Alberto Barreto Gantiva, exsubdirector de Conocimiento del Riesgo en la UNGRD; y a dos ejecutivas de alto nivel de la Fiduprevisora: María Fernanda Jaramillo Gutiérrez y Daniela Andrea Valencia. Todos ellos, de acuerdo con los hallazgos preliminares, habrían intervenido directa o indirectamente en la triangulación de fondos públicos hacia fines no autorizados.
La Procuraduría se mueve con cautela pero con severidad. Sabe que el caso no solo tiene implicaciones legales, sino también políticas, en un momento en que el Gobierno Petro defiende su proyecto de “cambio” frente a una opinión pública que exige transparencia. La investigación, además, coincide con un ambiente de desgaste institucional, en el que los ciudadanos ya no distinguen entre la denuncia y la costumbre, entre la indignación real y el cinismo resignado.
Lo que más inquieta es el destino final de esos $100.000 millones, que, en lugar de convertirse en tierras para campesinos o víctimas del conflicto, se habrían diluido en contrataciones opacas y posibles favores burocráticos. El dinero, como tantas veces en Colombia, desapareció sin dejar huella inmediata, pero con un impacto silencioso: menos justicia social, más desconfianza ciudadana y una sensación de derrota para quienes aún creen en la política como instrumento de transformación.
Este capítulo vuelve a encender las alarmas sobre la fragilidad de los controles internos en entidades que manejan recursos millonarios bajo la premisa de la urgencia nacional. La UNGRD, creada para reaccionar ante emergencias naturales, se ha convertido, paradójicamente, en epicentro de emergencias éticas. Lo mismo podría decirse de las otras instituciones salpicadas, cuyos nombres técnicos no logran ocultar el rastro humano de las decisiones que allí se toman.
El proceso apenas comienza. Pero desde ya se perfila como uno de los expedientes más simbólicos del actual gobierno. No solo por la cuantía del dinero, sino porque toca el núcleo de lo que se prometió: un nuevo modelo de gestión pública basado en la honestidad. Si las investigaciones avanzan con rigor, y no con cálculo político, este caso podría marcar un punto de inflexión. Si no, será solo otro expediente que, como muchos antes, se hunde entre papeles y olvido.