En una columna que ha sacudido tanto a sus lectores como al propio espectro político colombiano, la senadora Andrea Padilla, del Partido Alianza Verde, publicó este fin de semana en El País de España un texto que lleva por título una frase tan sencilla como lapidaria: “Petro debe sanar”. Con palabras que revelan decepción, tristeza y una dosis de temor, la congresista hace un llamado urgente a la reflexión sobre el liderazgo del presidente Gustavo Petro y su relación con el Congreso, incluyendo con aquellos que alguna vez le brindaron un voto de confianza.
Padilla, reconocida por su activismo en defensa de los animales y por su carácter ponderado en medio del fragor político, no lanza una diatriba sin argumento. Su texto parte desde el desencanto de quien apoyó con convicción una promesa de transformación. “Voté por Gustavo Petro embriagada de ilusión, contagiada por sus promesas de cambio”, recuerda. Pero su evocación pronto se torna en desasosiego. “Hoy, finalizada la penúltima legislatura del Congreso y con un país tomado por el miedo, el recelo y los odios”, escribe, “puedo afirmar, porque lo he padecido, que ese amor verborreico de Petro y de buena parte de su bancada se transformó en rabia, en desvarío, en desconfianza y en peligrosos e injustos señalamientos”.
No es la primera vez que se oyen voces críticas desde dentro del espectro progresista que llevó a Petro al poder. Pero sí es, quizá, una de las más elocuentes. Padilla denuncia una dinámica interna que no sólo margina a los contradictores del petrismo, sino que incluso estigmatiza a quienes, siendo aliados iniciales, osan marcar una diferencia o manifestar reparos. La senadora pone el acento en la toxicidad de un liderazgo que, en lugar de sumar, parece consumir puentes con sus propias llamas discursivas.
La columna no busca —ni lo pretende— destruir a Petro. Más bien parece implorar una introspección. En el fondo, Padilla propone una sanación del alma política del presidente: sanar sus heridas, sus desconfianzas, su tendencia a leer la crítica como traición. Y en ese clamor hay una advertencia, pero también una esperanza: la de que aún es posible corregir el rumbo, reconocer los errores y gobernar desde la pluralidad, no desde el aislamiento emocional ni ideológico.
Resulta paradójico que esta voz de alerta provenga no de la oposición más dura, sino de una figura que ha caminado junto al progresismo y que entiende, como pocos, los dilemas que entraña gobernar con ideales de transformación sin caer en los espejismos del poder absoluto. Lo que Padilla denuncia no es solo una fractura política, sino una enfermedad institucional que podría volverse crónica si no se detiene a tiempo.
Desde luego, en un país donde el debate suele estar cruzado por la furia y la descalificación, la columna de Padilla podría ser recibida por algunos sectores como un acto de deslealtad. Pero sería un error reducirla a eso. En su esencia, es un acto de valor civil, de coherencia ética y de profundo amor por la democracia. Porque es más fácil callar y mantenerse cómodo en la fila de los obedientes, que levantar la voz y enfrentar las consecuencias de disentir.
Tal vez, como sugiere Padilla, la transformación que prometió Petro no solo debe darse en la estructura del Estado o en las políticas sociales. Tal vez la transformación más urgente sea personal, ética y emocional. Porque ningún proyecto de cambio será duradero si no se construye desde el respeto, la escucha y la reconciliación. Gobernar no es incendiar; es tender puentes. Sanar no es debilidad, es madurez. Y en eso, todos —presidente incluido— tenemos mucho que aprender.