En el corazón del Capitolio Nacional, donde los vientos políticos soplan según el calendario electoral, se cocina una iniciativa que no ha pasado desapercibida. El Ministerio de Justicia afina los últimos trazos de un proyecto de ley que sería presentado este mismo domingo, cuando se inaugure una nueva legislatura. Lo que está en juego no es menor: la eventual libertad condicional de cabecillas criminales que hayan pagado entre cinco y ocho años de cárcel. Pero detrás del texto jurídico, surge una pregunta inevitable: ¿es esta una jugada de Gustavo Petro para ganarse el favor de los combos urbanos de cara a las elecciones regionales y locales?
El borrador del proyecto, aún sin hacerse público en su totalidad, plantea mecanismos que permitirían a ciertos condenados por delitos de alto impacto —presuntamente miembros de estructuras delincuenciales— acogerse a beneficios jurídicos si colaboran con la justicia, reparan a sus víctimas o se comprometen con la no repetición. Un modelo que evoca, con matices, las fórmulas de justicia transicional aplicadas en procesos como el de Justicia y Paz o el de La Habana. Sin embargo, el contexto actual es distinto: no hay una mesa de negociación pública, ni se habla de actores políticos, sino de estructuras armadas urbanas que, en muchos casos, siguen activas en el delito.
Los críticos del proyecto, entre ellos algunos legisladores de oposición y expertos en seguridad urbana, señalan que el texto podría abrirle la puerta a la impunidad disfrazada de reconciliación. “Aquí no se está hablando de desarme ni de verdad plena. Se están negociando votos a cambio de indulgencias jurídicas”, dijo un senador de centro-derecha que pidió reserva. Para estos sectores, la iniciativa es vista como un intento pragmático —y riesgoso— del Gobierno para allanar el camino en territorios donde las bandas tienen un peso político de facto, sobre todo en comunas populares.
No obstante, en los círculos cercanos a Palacio aseguran que la intención es desactivar los factores de violencia en zonas donde el Estado ha sido históricamente débil. “No se trata de perdonar, sino de construir condiciones para la paz urbana”, dicen desde el Ministerio de Justicia. Aun así, reconocen que el camino para aprobar el proyecto será cuesta arriba. No solo por el ambiente polarizado del Congreso, sino por la creciente presión de la opinión pública, que observa con escepticismo cualquier gesto de benevolencia hacia quienes han hecho del crimen una industria.
El proyecto, si se radica como está, beneficiaría de forma directa a quienes ya han cumplido parte significativa de su pena y puedan demostrar algún grado de resocialización. Sin embargo, los detalles sobre cómo se definiría ese «grado» aún no están claros. La falta de precisión jurídica podría prestarse para interpretaciones laxas, e incluso para una aplicación desigual, lo cual encendería aún más las alarmas en sectores judiciales y académicos. ¿Quién define si un capo está verdaderamente reinsertado o solo espera volver al ruedo con la bendición del Estado?
La estrategia, además, no puede desligarse del cronograma político. A un año de unas elecciones clave, donde el petrismo busca consolidar su poder territorial, la iniciativa parece diseñada para enviar un mensaje a sectores marginados donde la figura del “combito” es más influyente que la del concejal. Petro, que ha hablado sin ambages de una “paz total”, estaría dispuesto a pagar el costo político de acercarse a esas estructuras, si eso significa reducir la violencia… y ganar algunos votos en el camino.
Por ahora, todo está en el terreno de las conjeturas y las filtraciones. Pero si algo queda claro, es que este proyecto no pasará desapercibido. Será un test político y moral para el Congreso, una apuesta arriesgada del Ejecutivo, y quizás una señal más de que en Colombia, la frontera entre justicia y conveniencia sigue siendo tenue. El país, una vez más, se enfrenta a su dilema eterno: ¿cómo se hace la paz sin premiar al crimen?