Penthouse, poder y pantallas: la historia no contada del hacker en La Loma del Campestre

Desde lo alto de un penthouse en la Loma del Campestre, en pleno corazón de El Poblado, se tejía una historia que parece sacada de una serie de espionaje, pero con capítulos escritos en Colombia. No eran diplomáticos ni empresarios quienes lo ocupaban. Eran hombres con pasados sombríos y conexiones que se extienden hasta los sótanos de la ciberseguridad política del país. Uno de ellos, Carlos Arturo Escobar Marín, se hacía llamar “hacker” y tenía el talento —o el atrevimiento— de habitar sin contrato alguno un bien administrado por la Sociedad de Activos Especiales (SAE), como si las leyes se le aplicaran a otros, pero no a él.

El desalojo no fue una diligencia más. Fue una escena cargada de tensión, insultos y cámaras encendidas. Escobar, con un historial judicial que lo conecta a uno de los escándalos más delicados de la seguridad nacional —el caso Andrómeda y las interceptaciones ilegales a los negociadores de paz en La Habana—, se resistió con vehemencia. A su lado, otro personaje con nombre propio: Fabián Aulyt Rodríguez Lemus, un ex-Sijín de Bogotá reconvertido en experto en ciberseguridad y estudiante de Derecho. Dos figuras que, más allá de la anécdota del desalojo, representan una intersección peligrosa entre la tecnología, el poder y la informalidad institucional.

La SAE, como ente encargado de administrar los bienes incautados al crimen organizado, reconoció públicamente que el inmueble estaba siendo ocupado de manera irregular. ¿Pero cómo es posible que un apartamento de lujo, con piscina incluida y ubicado en una de las zonas más exclusivas de Medellín, terminará siendo refugio para personajes con pasados judiciales tan sensibles? La respuesta no es simple, y probablemente incomode a más de uno dentro de las instituciones.

Los vínculos de Escobar con el mundo de la política y las operaciones de inteligencia son conocidos entre pasillos, pero pocas veces documentados con precisión. El episodio de La Habana sigue siendo una herida abierta en el país. Que uno de sus presuntos protagonistas haya vivido por años en propiedad estatal, como si fuera suya, no habla solo de negligencia: habla de complicidad estructural o, en el mejor de los casos, de una abrumadora desidia institucional.

Este caso, que parece menor si se mide solo por los metros cuadrados del penthouse, se vuelve mayor si se entiende el contexto. Escobar y Rodríguez no son simplemente dos hombres con conocimientos informáticos. Son piezas de un rompecabezas mayor que implica redes de información, vacíos legales, tráfico de datos y, en última instancia, la penetración de lógicas criminales en el corazón de los bienes del Estado. Que hayan podido vivir allí por años, sin mayores consecuencias, solo confirma la facilidad con la que se burlaran sistemas mucho más complejos.

La respuesta oficial ha sido rápida pero incompleta. La SAE mostró las imágenes del desalojo, los nombres de los ocupantes y un comunicado estándar. Pero no ha respondido preguntas clave: ¿cómo ingresaron al inmueble? ¿Quién autorizó su presencia? ¿Qué otros bienes pueden estar siendo utilizados con la misma ligereza? Y sobre todo: ¿quién se beneficia de esta clase de omisiones?

En el fondo, este episodio no trata solo de un hacker insolente. Trata de un Estado vulnerable, donde los controles fallan y las redes informales sustituyen a la legalidad. Trata de cómo algunos, con conocimientos técnicos y conexiones correctas, logran habitar espacios que deberían estar al servicio de la justicia o la reparación a las víctimas. Y trata, también, de la forma en que las instituciones se ven superadas por la capacidad de camuflaje de ciertos actores.

Quizás este desalojo marque un punto de inflexión. Pero mientras los sistemas que permitieron ese tipo de ocupaciones sigan intactos, no bastará con sacar a un hombre de un apartamento. Será necesario, también, desalojar del Estado la idea de que ciertas reglas son opcionales para quienes saben moverse entre las grietas del poder.

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