Mientras Bogotá avanza —entre túneles, controversias y expectativa ciudadana— en la construcción de su anhelada primera línea de metro, una sombra internacional ha comenzado a proyectarse sobre el proyecto. Las recientes declaraciones del Gobierno de Estados Unidos sobre el uso de su poder de veto en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para frenar recursos a empresas chinas en América Latina, han encendido las alarmas en más de una capital del continente. Y Bogotá, que firmó la obra más ambiciosa de su historia con una firma china, no es la excepción.
La inquietud se centra en el papel que juega China Harbour Engineering Company Limited (CHEC), la empresa encargada de liderar la construcción de la Línea 1. A la par, el BID y otras multilaterales han sido claves para estructurar los préstamos que financian la ejecución del metro. Si Estados Unidos decide bloquear estos flujos financieros en proyectos donde haya participación directa de compañías chinas, ¿qué futuro le espera a la columna vertebral de la movilidad capitalina?
Desde el Palacio Liévano, la administración distrital ha optado por un mensaje de serenidad. Según fuentes oficiales, la relación con la banca multilateral es sólida, contractual y blindada por compromisos previos. “Hay tranquilidad porque se trata de una obra que cumple con todos los requisitos de transparencia, viabilidad técnica y control institucional”, aseguró la Alcaldía. Aún así, entre líneas se percibe un ambiente de prudente cautela: nada está completamente fuera de riesgo en un contexto global donde la geopolítica ha empezado a condicionar hasta los planos de ingeniería urbana.
Los pronunciamientos de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado no son ambiguos. Washington considera que la financiación internacional de proyectos liderados por firmas chinas podría representar una amenaza estratégica en América Latina, y ha advertido a bancos multilaterales como el BID y el Banco Mundial sobre su participación. Aunque hasta ahora no se ha mencionado al metro de Bogotá de forma explícita, el temor es que quede atrapado en esa telaraña diplomática.
Para expertos en relaciones internacionales, la clave está en la letra menuda de los contratos y en el momento del desembolso de los créditos. Si el proyecto ya cuenta con compromisos formalizados, será difícil revertirlos sin implicaciones legales. Pero si quedan recursos pendientes o tramos de financiación sujetos a nuevas aprobaciones, la presión estadounidense podría complicar los próximos pasos. Lo cierto es que, por primera vez en décadas, la diplomacia ha irrumpido con fuerza en el debate sobre infraestructura pública en Colombia.
Lo paradójico es que el metro, símbolo del futuro urbano de Bogotá, puede convertirse en una pieza más en la disputa global entre dos potencias. Lo que para la ciudad es una solución al caos de movilidad, para Washington y Pekín es parte del ajedrez de influencia económica en América Latina. En ese juego, los alcaldes y ciudadanos quedan como espectadores de un tablero que no controlan.
A corto plazo, lo importante será garantizar que la construcción no se detenga, que los plazos se cumplan y que los fondos comprometidos sigan fluyendo. Pero a mediano y largo plazo, será inevitable que el país reflexione sobre qué tan dependiente quiere ser de capitales externos condicionados por agendas globales. Las obras estratégicas deben construirse con visión técnica, pero también con inteligencia diplomática.
Mientras tanto, en Bogotá, las excavadoras siguen su curso y las columnas del viaducto se alzan sobre el concreto. Pero la ciudad sabe que el metro ya no es solo un proyecto de transporte: es también una muestra de cómo, en el siglo XXI, las decisiones locales pueden tener implicaciones geopolíticas globales.