Medellín, ciudad de contrastes y pasiones políticas profundas, no fue indiferente al llamado que distintas voces de la oposición hicieron para convocar la “marcha del silencio” el pasado domingo 15 de junio. Aunque el nombre auguraba recogimiento y prudencia, la realidad en las calles fue distinta: la capital antioqueña no calló. Cerca de 50.000 personas, según cifras oficiales del Puesto de Mando Unificado, caminaron por el centro de la ciudad no solo en apoyo a la salud del senador Miguel Uribe, sino también para rechazar, con fuerza y sin tapujos, el rumbo que ha tomado el país bajo el gobierno de Gustavo Petro.
A pesar de que el expresidente Álvaro Uribe Vélez, figura aún omnipresente en la política nacional y especialmente en Antioquia, pidió expresamente que la movilización fuera en silencio, el fervor de los asistentes superó cualquier pauta. Fue inevitable: los cánticos de “fuera Petro”, los aplausos, los rezos y las arengas contra las reformas propuestas por el Gobierno se mezclaron con consignas de apoyo a Miguel Uribe, quien permanece hospitalizado en Bogotá. El silencio, entonces, se transformó en clamor, en eco colectivo, en un grito contenido que se desbordó sin violencia.
Desde las primeras horas del día, antes de que el reloj marcara las 10:00 de la mañana, cientos de personas ya se congregaban en los alrededores de la Clínica Soma, en pleno centro de Medellín. Allí comenzó la jornada con un acto de fe: un rosario colectivo, dirigido desde un megáfono y seguido con fervor por hombres, mujeres, ancianos y niños vestidos de blanco. Muchos portaban banderas de Antioquia, camisetas de la selección Colombia, pancartas con el rostro sonriente de Miguel Uribe, como si se tratara de una procesión entre lo religioso y lo político, lo simbólico y lo contundente.
Más que una simple muestra de apoyo al senador, esta movilización se convirtió en la expresión tangible del descontento de un sector amplio de la ciudadanía. Familias enteras marcharon codo a codo, no solo por Uribe Turbay, sino también como forma de rechazo a lo que consideran una peligrosa escalada de la violencia política y una deriva institucional que amenaza, en su visión, las bases de la democracia colombiana. Los manifestantes no fueron convocados por un solo partido, sino por una suma de temores, desencantos y esperanzas contrariadas.
Las imágenes que dejó la marcha hablan por sí solas: una marea humana pacífica, pero determinada; tricolor, pero crítica; devota, pero desafiante. Medellín volvió a mostrar por qué es una de las plazas más activas políticamente del país, un termómetro donde se siente con intensidad cada viraje del debate nacional. No fue la primera vez, y difícilmente será la última, que esta ciudad se levanta para expresar su voz con fuerza.
En medio de las tensiones nacionales, la jornada se destacó por su orden. No se presentaron incidentes de seguridad, ni actos vandálicos, lo cual fue resaltado incluso por sectores que no comparten el mensaje de la marcha. El civismo de los asistentes contrastó con el tono elevado de sus consignas. Fue una manifestación contundente, pero también una lección de organización ciudadana en tiempos de polarización.
Así, Medellín no guardó silencio. Le respondió a la convocatoria, sí, pero con su propio estilo: el de una ciudad que, cuando habla, lo hace con pasión, con devoción y con el corazón en la mano. La llamada “marcha del silencio” terminó siendo un rugido ciudadano, pacífico pero potente, que resonó más allá del Valle de Aburrá. Un mensaje claro para un país que parece cada vez más dividido, pero que sigue buscando espacios para ser escuchado.