Medellín a todo volumen: la ciudad que no sabe hacer silencio

Hay ciudades que duermen, otras que susurran, y están las que, como Medellín, viven en un eterno parloteo amplificado. En la capital antioqueña no hay horario para el estruendo: la música retumba lo mismo a las tres de la madrugada que a las diez de la mañana. En discotecas, restaurantes, fondas, cafés, legumbrerias, parques y gimnasios, el parlante es rey, y el volumen alto, su decreto incuestionable. Medellín no solo es una ciudad que se mueve; es una ciudad que suena. Y a veces, que ensordece.

La nueva ley anti ruido, que tras seis meses de pedagogía comenzó oficialmente a multar a los infractores, parece llegar a una ciudad que ha olvidado cómo suena el silencio. Durante ese periodo de transición, el mensaje era claro: enseñar antes que castigar. Pero el plazo expiró. Y la pregunta ahora no es si la norma existe, sino si realmente servirá en una urbe que ha naturalizado el escándalo cotidiano como parte de su paisaje sonoro.

Porque el problema no es solo el reguetón que se escapa de un bar en Laureles o los altavoces de una fiesta privada en El Poblado. Es también el animador del gimnasio que grita más que el instructor, el vendedor de aguacates con su bocina distorsionada, o la maratón del domingo que a las 4:30 a.m. ya está aturdiendo a quienes no corren, no celebran, y solo quieren dormir. Como escribió un abogado en redes sociales: “No hay derecho”. Y en efecto, muchas veces no lo hay.

Según cifras entregadas por la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, entre enero y agosto de este año se han atendido más de 66.700 quejas relacionadas con ruido excesivo. Eso equivale a un promedio de 280 quejas al día. Una ciudad entera, al parecer, pidiendo bajarle el volumen a su propio eco. Sin embargo, muchas personas no denuncian porque no creen que la Policía actúe con eficacia. Y entre la frustración de los vecinos y la permisividad cultural, el ruido sigue campante.

Hay una ironía amarga en todo esto: muchos de los que hoy se quejan del escándalo, ayer también fueron culpables de encender el bafle sin pensar en el vecino. Porque Medellín ha hecho del ruido una forma de vida, de resistencia, de alegría incluso. Pero también de indiferencia. La música en alto volumen es celebración, sí, pero también puede ser violencia cuando se impone sin consentimiento, cuando se niega al otro y su derecho al descanso.

Implementar esta ley no será fácil. No solo por la falta de cultura ciudadana o de recursos institucionales, sino porque se está luchando contra una costumbre arraigada. Regular el volumen en Medellín no es solo un acto de autoridad: es un reto de convivencia. Y quizá, de madurez colectiva. Hacer cumplir la norma requiere más que multas: requiere conciencia de que la libertad de uno no puede significar el malestar de todos.

¿Servirá la ley? Aún es pronto para decirlo. Lo cierto es que el ruido ya no es un simple problema de vecinos: es un síntoma del modo en que vivimos, compartimos y nos relacionamos. En una ciudad que no se calla, aprender a escuchar –y a guardar silencio– puede ser el primer paso hacia una convivencia menos estridente y más humana.

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