La literatura hispanoamericana perdió este domingo a uno de sus más ilustres arquitectos. Mario Vargas Llosa, autor prolífico, intelectual incómodo y figura clave del Boom Latinoamericano, falleció a los 89 años en Lima, rodeado de su familia. Así lo confirmó su hijo Álvaro Vargas Llosa, también escritor y ensayista, en un comunicado breve, sobrio y profundamente humano: “Murió en paz, acompañado por los suyos”. Una despedida serena para un hombre cuya vida fue todo menos silenciosa.
Vargas Llosa fue, sin exageración, una voz imprescindible en las letras del siglo XX y XXI. Desde que irrumpió con La ciudad y los perros en 1963, se posicionó como un narrador implacable de la condición humana, un analista feroz de las estructuras de poder, y un militante inagotable —aunque polémico— de la libertad. Su obra, vasta como pocas, abarca novelas, ensayos, piezas teatrales y una labor periodística de enorme influencia en el mundo hispano.
En el firmamento del Boom, compartió cielo con Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, aunque su estrella brilló con una singularidad particular: la de quien no temió nadar contra la corriente, ni en la política ni en la estética. Su relación con la realidad fue siempre directa, frontal, sin ambages, como su prosa: clara, enérgica, profundamente racional. Su estilo fue el de un cirujano de la palabra.
El Nobel de Literatura que recibió en 2010 no hizo sino confirmar lo que generaciones de lectores ya sabían: Vargas Llosa era un maestro en diseccionar los engranajes del poder, en mostrar la fragilidad de los sistemas y la dignidad —a veces trágica— del individuo que se les enfrenta. “Por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes mordaces de la resistencia individual”, sentenció entonces la Academia Sueca. Fue un premio no solo literario, sino también ético.
El Perú pierde a uno de sus más grandes embajadores culturales, pero su muerte trasciende las fronteras nacionales. En Madrid, París, Ciudad de México y Bogotá, su obra ha sido faro, discusión y legado. En las universidades, su nombre se estudia. En las librerías, sus títulos se buscan. Y en la conciencia colectiva de varias generaciones, sus personajes —Zavalita, el Jaguar, Lituma— siguen vivos, habitando páginas que se niegan a envejecer.
Vargas Llosa fue también un polemista audaz. Su tránsito del marxismo juvenil al liberalismo más convencido marcó no solo su obra, sino su figura pública. Participó en elecciones presidenciales, debatió en foros internacionales, y escribió columnas que despertaban amores y rechazos en igual medida. Su pluma fue arma, escudo, y a veces herida abierta.
Hoy, mientras se apagan los ecos de su voz, queda su legado: una literatura que incomoda y deslumbra, que invita a pensar sin dogmas y a mirar el poder sin romanticismos. Vargas Llosa enseñó que la novela no es solo arte, sino también una forma de resistencia, un espacio de libertad radical en tiempos convulsos.
Despedimos al escritor, al ciudadano, al provocador. Pero sobre todo, al hombre que creyó, como pocos, en el poder transformador de la palabra. Su ausencia duele, pero su obra sigue ahí, como un espejo frente a nosotros. Un espejo incómodo, sí. Pero necesario.