Manrique y Aranjuez: las comunas que arden bajo promesas de paz incumplidas

A plena luz del día, dentro de un restaurante de Aranjuez, Ariel Gonzalo Figueroa cayó abatido por balas que, al principio, parecían fruto de un atraco. Luego, las autoridades aclararon: se trataba de un ajuste de cuentas. A kilómetros de allí, en Manrique, un soldado de permiso perdió la vida en una riña que comenzó como una discusión y terminó en tragedia. Estos dos hechos, ocurridos la semana pasada, son apenas la punta de un iceberg que parece crecer en silencio en las comunas 3 y 4 de Medellín.

Con 15 homicidios en lo que va del año en Manrique y otros 10 en Aranjuez, el panorama se torna sombrío. Estas cifras, recogidas por el Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia (Sisc), no solo confirman un repunte alarmante, sino que plantean una inquietud mayor: ¿dónde está la tan anunciada pacificación prometida tras la inclusión de alias Douglas en la mesa de Paz Urbana? ¿Es solo una estrategia política sin anclaje real en los barrios?

José Leonardo Muñoz, conocido como alias Douglas, fue vinculado en diciembre pasado a la mesa de diálogo del Gobierno Nacional con estructuras delincuenciales, desde la cárcel de Itagüí. Se vendió entonces la narrativa de una tregua, de territorios que serían “de escalados” en su violencia. Pero Manrique y Aranjuez, zonas donde su influencia es histórica, parecen desmentir con sangre lo que las declaraciones oficiales intentan sostener.

Lo preocupante no es solo el número, sino la tendencia: los homicidios han aumentado con más velocidad que en otros sectores de la ciudad. Comparado con 2024, Manrique ya supera en 12 los casos registrados a la misma fecha, y Aranjuez ha duplicado su conteo. Un fenómeno que contradice la lógica de una Medellín que presume avances en seguridad, pero que aún muestra profundas fisuras en su tejido social.

Un análisis de los casos revela un patrón inquietante: si bien siete homicidios han sido confirmados como ajustes de cuentas, la mayoría —doce— estarían relacionados con hechos de intolerancia o violencia intrafamiliar. No se trata, exclusivamente, de un conflicto entre bandas o estructuras criminales, sino de una cotidianidad contaminada por la desesperanza, la ira y la descomposición social. En estas comunas, el enemigo a veces no lleva fusil, sino que comparte techo o mesa.

El aumento de estos hechos en territorios tradicionalmente dominados por estructuras como la de Douglas deja entrever posibles rupturas internas, pugnas por el control del microtráfico, o una pérdida de liderazgo real dentro de las bandas, pese a las negociaciones en curso. ¿Puede un pacto de paz firmado en una cárcel tener efecto si las armas siguen hablando en las calles?

Mientras tanto, los habitantes de Manrique y Aranjuez siguen esperando respuestas que no llegan. Padres que temen por sus hijos al caer la noche, comerciantes que bajan la reja más temprano, jóvenes atrapados entre la pobreza y la tentación del dinero fácil. La promesa de una Medellín segura parece aún lejana para quienes viven en estos márgenes del mapa, donde la presencia del Estado sigue siendo intermitente.

En una ciudad que ha aprendido a sobrevivir al conflicto urbano, la paz no puede medirse por comunicados desde un despacho ni por el silencio en las cárceles. Se mide en las esquinas, en las canchas, en las comunas. Y en Manrique y Aranjuez, esa paz —por ahora— es solo un rumor ahogado por el eco de los disparos.

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