El aire espeso de las montañas entre Amalfi y Anorí se llenó nuevamente de pólvora, luto y dolor. A trece ascendió el número de víctimas mortales tras el cobarde atentado contra un helicóptero de la Policía Antinarcóticos, perpetrado este jueves 21 de agosto por las disidencias de las Farc. En un país que parece haber normalizado la guerra en las sombras, la noticia golpea con la fuerza de lo que nunca debió ocurrir: el capitán Francisco Merchán, quien había sobrevivido herido y fue evacuado en condiciones críticas, no resistió. Amaneció muerto este viernes, y con él se agranda el saldo de una tragedia que tiñe de sangre el uniforme de quienes combatían el narcotráfico desde el aire.
El ataque, cometido con una precisión escalofriante, se produjo hacia las 11:30 a.m. en la vereda Los Toros, zona rural de Amalfi, cuando el helicóptero intentaba socorrer a unidades que adelantaban operaciones de erradicación de cultivos ilícitos. Lo que empezó con tatucos lanzados desde la espesura, terminó con un dron armado que impactó a la aeronave. Tecnología y barbarie al servicio del crimen. Allí cayó una tripulación completa, valientes que no sabían si el cielo los abrazaría o los engulliría.
El mayor Carlos Mateus Ovalle, piloto del helicóptero, y el subteniente Nicolás Stiven Ovalle, comandante de la aeronave, figuran entre las primeras víctimas identificadas. A ellos se suman once hombres más, cuyas vidas se apagaron no en medio de una guerra declarada, sino en una operación rutinaria que terminó convirtiéndose en una emboscada sin tregua. Nombres como José Camacho, José Daniel Valera, Nayver Vásquez, Edwin Zúñiga, Jeison Samboní, entre otros, retumban en los pasillos de la Policía Nacional y en los corazones de familias que esperaban su regreso.
El gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, expresó su indignación por la tardanza en las labores de evacuación. “Urge articulación y coordinación en el Gobierno Nacional. Se trata de un asunto de vida o muerte”, dijo sin rodeos, haciendo eco del clamor de una región que, además de sufrir el ataque, debió soportar la incertidumbre de ver cuerpos y heridos esperando por atención durante horas. Un país que tarda en responderle a sus muertos es también un país que vacila frente a sus vivos.
Este atentado no es solo un episodio aislado, es el síntoma de un cáncer que se expande mientras el Estado se enreda entre comunicados y protocolos. Las disidencias, cada vez más adaptadas al uso de nuevas tecnologías bélicas, han dejado atrás el fusil artesanal para emplear drones con explosivos. El mensaje es claro: el conflicto ha mutado, y quienes lo enfrentan desde las trincheras del orden, siguen expuestos a un enemigo que no respeta reglas ni tiempos de paz.
En medio del duelo, queda también la reflexión amarga sobre lo que significa seguir hablando de “zonas rojas” en pleno 2025. Antioquia, como otras regiones del país, carga con el peso de una guerra que cambia de nombre, pero no de víctimas. Las familias de estos 13 hombres no recibirán más que el silencio que deja la muerte en actos de servicio, un silencio que grita en cada ceremonia fúnebre, en cada bandera que se dobla y en cada niño que pregunta por qué su padre no vuelve.
Este hecho, desgarrador y brutal, exige más que comunicados de prensa. Exige presencia real, decisiones firmes y memoria. Porque olvidar a los caídos en Los Toros no es solo una injusticia con ellos: es abrirle el paso al olvido institucional, ese que entierra la verdad bajo capas de indiferencia. Trece hombres no volverán, pero su sacrificio debería resonar lo suficiente como para impedir que sean catorce, quince o cien más.