Luis Díaz rozó la gloria en el Monumental, pero Colombia volvió a quedarse con las ganas

En una noche de tango y vértigo, Colombia estuvo a punto de esculpir una nueva epopeya en el Monumental de Núñez. El 1-1 frente a la Argentina de Messi, campeona del mundo, no es un mal resultado. Pero lo que se escapa entre los dedos, lo que se tuvo tan cerca, duele más que una derrota rotunda. Y es que durante 80 minutos, el equipo de Néstor Lorenzo se pareció a aquel que soñamos cuando el balón empieza a rodar: valiente, audaz, rebelde. Y en el centro de esa ilusión estaba él, Luis Díaz, el guajiro que tejió una obra de arte en medio del caos.

Corría el minuto 24 cuando Díaz, hijo del polvo y del viento, tomó la pelota con una fe casi infantil y un descaro de potrero. Encaró, eludió, bailó, y dejó a cuatro argentinos rendidos antes de definir con la frialdad de los elegidos. Fue un gol maradoniano, sí, pero con sabor a Caribe, con ese toque de magia que no se entrena. El Monumental enmudeció. Colombia deliró. En ese instante, el país dejó atrás la tabla, los cálculos, las críticas y hasta los fantasmas: volvió a creer.

Y creyó con razón. Porque no fue un golpe de suerte. Fue una propuesta sólida, audaz, que desmontó la idea de que hay lugares vedados para los nuestros. Lorenzo leyó el partido con sabiduría: liberó a Díaz, le entregó las llaves del ataque, y el equipo respondió con orden, intensidad y disciplina. Argentina, por largos tramos, no encontró la fórmula para romper el cerco. Y mientras tanto, Colombia acariciaba la hazaña con los dedos.

Pero el fútbol, cruel y caprichoso, no se escribe solo con buenas intenciones. Minuto 81. Un balón suelto, una marca mal tomada, un remate de Thiago Almada que se cuela sin pedir permiso. Empate. Y con él, el regreso de ese sabor agridulce que tanto conocemos: jugar bien, emocionar, pero no ganar. El Monumental despertó, y con él, los miedos de siempre. La épica quedó, una vez más, en suspenso.

El resultado, en los números, es valioso. Deja a Colombia a solo tres puntos del cupo directo al Mundial. Pero en el alma del hincha, queda el eco de una gesta inconclusa. Porque la historia no solo se cuenta con goles, sino con contextos, y este empate tuvo aroma a victoria que se desvaneció. Fue como abrir la puerta del paraíso y no atreverse a entrar. El consuelo es que, al menos, se volvió a encontrar la llave.

Y sin embargo, lo que dejó esta noche va más allá del marcador. Por primera vez en muchos meses, la selección pareció un equipo con identidad. Hubo compromiso, hubo idea, hubo fútbol. Se enfrentó a los mejores sin complejo de inferioridad. Y se logró algo más valioso que un punto: se recuperó el respeto. No solo el del rival, sino el propio. Ese que se había perdido entre empates grises y dudas internas.

Luis Díaz, con su gol, escribió una página que no termina con el pitazo final. Nos recordó que Colombia puede mirar de frente al campeón del mundo y jugarle con dignidad. El Mundial está cerca. Pero más cerca aún parece estar el reencuentro con ese equipo que emociona, que ilusiona, que nos hace creer. Y eso, en estos tiempos de incertidumbre, ya es una victoria. Aunque duela no haber ganado.

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