Durante décadas, la vivienda propia ha sido el anhelo más persistente de los hogares colombianos. Sin embargo, ese sueño se aleja cada vez más, incluso para quienes cuentan con subsidios estatales o apoyos de las Cajas de Compensación. En los últimos quince años, el monto que una familia debe aportar de su bolsillo para comprar una Vivienda de Interés Social (VIS) se ha disparado en más de $110 millones, hasta llegar hoy a cifras que bordean los $170 millones. Una carga que desborda las posibilidades de los hogares con ingresos bajos y medios.
Las cifras son contundentes. De acuerdo con cálculos de Corficolombiana, entre 2004 y 2024 el valor de la vivienda —nueva y usada— creció un 466%, mientras que los arriendos lo hicieron apenas en 116%. En otras palabras, comprar casa se ha vuelto cuatro veces más costoso que arrendar. Este fenómeno ha roto la relación natural entre ingresos y precios, dejando a miles de familias atrapadas en un mercado donde la propiedad se convierte en privilegio y el arriendo en la única salida posible.
El impacto de este desequilibrio es visible en la estructura del mercado VIS, creada originalmente para los sectores más vulnerables. Hoy, el 85% de la oferta de vivienda de interés social está concentrada en el tope máximo permitido por ley: 150 salarios mínimos. Esto significa que los hogares que ganan menos de dos salarios mínimos —menos de $2.847.000 mensuales— quedan prácticamente excluidos, incluso cuando acceden a subsidios. Lo que alguna vez fue una política de inclusión, hoy se ha convertido en un modelo que deja por fuera a quienes más lo necesitan.
Un vistazo al pasado revela la magnitud del deterioro. En 2010, un hogar que recibía un subsidio de 30 salarios mínimos podía adquirir una vivienda VIS, completando la diferencia con unos $61,9 millones entre crédito y ahorro. En 2025, esa misma familia necesitaría cerca de $170 millones adicionales para acceder al mismo tipo de vivienda. En tan solo tres lustros, el esfuerzo económico se ha triplicado, erosionando el sentido y la eficacia de las ayudas estatales.
La brecha entre precios y capacidad adquisitiva ha transformado el sueño de la casa propia en un desafío casi imposible. De acuerdo con Camacol, solo cuatro de cada diez hogares colombianos tienen hoy la posibilidad real de comprar una vivienda formal. En 2022, la proporción era de siete de cada diez. Esta caída vertiginosa ilustra el deterioro del poder de compra, en medio de un contexto de inflación sostenida, tasas de interés altas y costos de construcción que no ceden.
A esta realidad se suma el aumento del precio del suelo urbano, los costos de materiales y la escasez de suelo habilitado para proyectos VIS. Las constructoras enfrentan mayores dificultades para desarrollar viviendas dentro de los límites legales de precio, lo que las empuja a ofrecer unidades en el rango más alto permitido. El resultado: menos proyectos accesibles y más hogares que quedan atrapados en la informalidad o en arriendos prolongados.
El país, además, enfrenta un fenómeno estructural: nunca antes en el siglo XXI tantos hogares habían vivido en arriendo. La proporción de familias sin vivienda propia ha alcanzado niveles récord, reflejo de un modelo que ya no logra equilibrar los incentivos del Estado con las dinámicas del mercado. La vivienda, que debería ser un derecho y un motor de equidad, se ha transformado en un bien escaso que profundiza la desigualdad.
Frente a este panorama, la política habitacional del país enfrenta un desafío mayúsculo: replantear los mecanismos de subsidio y financiación, revisar los topes de precios y fortalecer la oferta de suelo urbano. De lo contrario, la promesa de una vivienda digna y asequible seguirá siendo, para la mayoría de los colombianos, un ideal que se desdibuja en los números y se esfuma con cada aumento del metro cuadrado.












