Los Balsos bajo tierra: la movilidad colapsa y la ciudad responde con resiliencia

El pasado martes, un enorme deslizamiento de tierra volvió a recordarle a Medellín su vulnerabilidad ante el rigor de la geografía y la falta de planificación sostenida. La Loma de Los Balsos, una de las vías más transitadas del suroriente de la ciudad, quedó sepultada bajo decenas de toneladas de tierra y vegetación. Aunque no hubo víctimas, el impacto sobre la movilidad, la economía local y la rutina diaria ha sido significativo. Medellín, una ciudad acostumbrada a convivir con su topografía, vuelve a medirse contra los desafíos de su propio crecimiento.

El alcalde Federico Gutiérrez fue enfático al señalar que la reapertura no será inmediata. Los trabajos de remoción, apoyados por al menos once máquinas y personal técnico, se extenderán durante tres días, si no más. La situación exige paciencia, planificación y solidaridad entre vecinos, pues el cierre total del tramo entre el restaurante Marmoleo y la Avenida Las Palmas obliga a repensar la manera en que la ciudad se mueve en esa zona.

Para los residentes de los exclusivos sectores de El Poblado y sus alrededores, las autoridades han definido rutas alternas y excepciones puntuales. Solo se permitirá el paso a quienes viven en la zona, así como a estudiantes del colegio Euskadi y del jardín infantil Mañanitas. El resto, incluyendo empleados y visitantes habituales, deberán buscar rutas paralelas, como la transversal Inferior y la Loma del Campestre, que ya reportan congestión adicional.

Los comercios de la zona, particularmente los restaurantes que han florecido en ese corredor, son los grandes damnificados colaterales. Marmoleo, El Bosque Era Rosado, Redman, Cabra Andaluz, Casa de Nadie y Ritwal han quedado prácticamente aislados del flujo vehicular, lo que compromete sus ingresos justo en una temporada en la que el turismo y el clima suelen jugar a favor. Algunos, como Cielo Alto y Colosal, logran mantenerse operativos gracias a accesos alternos desde Las Palmas, pero con restricciones que merman su alcance habitual.

Más allá del perjuicio económico, el evento ha puesto en evidencia las tensiones estructurales de una ciudad que ha crecido verticalmente sin fortalecer en igual proporción su infraestructura vial. El Poblado, en particular, ha sufrido durante años las consecuencias de una expansión urbana que ha superado la capacidad de sus vías y de sus sistemas de drenaje y contención. Esta vez la naturaleza habló más fuerte, y lo hizo sin consecuencias trágicas solo gracias al temple y la acción rápida de trabajadores anónimos: vigilantes, celadores y obreros que dieron la voz de alerta a tiempo.

La respuesta institucional ha sido oportuna, pero no puede quedarse en el corto plazo. El reto es pensar a largo aliento: revisar el estado de taludes, mejorar los sistemas de alerta temprana, y establecer protocolos más sólidos para zonas de alto riesgo. Medellín ha aprendido a fuerza de tragedias, y aunque esta vez la vida ganó por segundos, no puede seguir apostando a la suerte.

En medio del caos, emerge también la solidaridad de los habitantes. Se han multiplicado las cadenas de WhatsApp y redes sociales donde se comparten rutas alternas, se organizan caravanas para estudiantes, e incluso se ofrecen soluciones temporales para trabajadores atrapados por la desconexión. Es esa Medellín cívica y resiliente la que, una vez más, da la cara ante la emergencia.

La loma Los Balsos volverá a abrirse. La tierra será removida, y el tránsito se reanudará. Pero la ciudad deberá preguntarse cuánto más puede crecer sin repensar sus cimientos. Porque cada deslizamiento no solo arrastra tierra: arrastra la ilusión de que Medellín puede avanzar sin revisar con rigor los errores de su propio desarrollo.

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