El Tribunal Superior de Bogotá ha vuelto a hablar, y lo ha hecho con la contundencia que exige un caso de alto voltaje político y judicial. En una decisión expedita, pero jurídicamente densa, esa corporación negó la medida cautelar solicitada por el abogado Jaime Granados, defensor del expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien pedía revertir de manera inmediata la orden de detención domiciliaria impuesta al exmandatario. Con este fallo, el Tribunal mantiene vigente la medida que ha confinado al expresidente en su residencia mientras se resuelve de fondo una acción de tutela que busca tumbar la decisión judicial.
La tutela, que supera las 90 páginas, fue radicada por la defensa con el argumento de que la medida restrictiva de la libertad vulnera derechos fundamentales de Uribe, entre ellos el debido proceso y la presunción de inocencia. No obstante, el Tribunal fue categórico al señalar que las decisiones judiciales no pueden ser suspendidas provisionalmente solo porque una de las partes no esté de acuerdo con ellas. El equilibrio de poderes, subrayó la corporación, también exige respetar el principio de legalidad de las decisiones judiciales, mientras no sean revocadas por una instancia superior.
“Las decisiones de los jueces gozan de la presunción de acierto y legalidad”, anotó el Tribunal en su respuesta, reafirmando que no procede una medida provisional que suspenda la detención domiciliaria si aún no se ha evaluado el fondo del asunto. Esta afirmación, lejos de ser un tecnicismo, es una defensa explícita del Estado de Derecho en un país donde la judicialización de figuras políticas suele despertar pasiones más que argumentos. Para el Tribunal, ceder a esa presión sería tanto como abrir la puerta a una justicia a la carta.
Con esta negativa, el expresidente deberá seguir enfrentando el proceso privado de su libertad, aunque no tras las rejas. A sus 73 años, Álvaro Uribe se convierte en el primer exmandatario colombiano en recibir una medida de aseguramiento dentro de una investigación penal. Más allá de su trayectoria política, la decisión marca un hito en la historia reciente del país: la justicia parece estar decidida a tratar con igual rigor a los poderosos que a los ciudadanos del común.
La rapidez del pronunciamiento también contrasta con los intentos reiterados de la defensa por cambiar el rumbo del proceso. Granados, uno de los penalistas más conocidos del país, ha insistido en que su cliente es víctima de una persecución judicial, tesis que ha sido esgrimida públicamente, pero que no ha logrado calar en los estrados. El caso sigue su curso, no con precipitación, pero tampoco con dilaciones.
El Tribunal, en esta ocasión, se cuidó de no prejuzgar el fondo del asunto. Su decisión, aunque firme, es temporal. La tutela aún debe resolverse de fondo, y en ese escenario se definirá si hubo o no una violación de derechos fundamentales en la decisión que impuso la detención domiciliaria. Lo que está en juego no es solo la libertad de un expresidente, sino la credibilidad de todo un sistema judicial que aún camina en el alambre entre la autonomía y la presión política.
En medio de un clima nacional crispado por tensiones entre poderes, la decisión del Tribunal Superior de Bogotá envía un mensaje claro: el respeto por la institucionalidad no puede ser selectivo ni condicionado por el peso del apellido. En un país donde la impunidad ha sido por décadas la regla y no la excepción, que un expresidente permanezca bajo detención domiciliaria no es solo un hecho judicial: es un símbolo de que la ley, al menos esta vez, no parece tener dueño.