
Por Ramón Elejalde Arbeláez
Injusto que, bajo el pretexto de tratarse de una situación personal, me guarde duras lecciones que nos dejó la muerte de mi hija Ana Mercedes y no las comparta con mis lectores y amigos con toda sinceridad y crudeza. Valga la aclaración.
Primero va el contexto. Mi niña contaba con 33 años, tenía un hijito de 7 añitos y terminaba en este semestre su carrera de psicología en la Universidad San Buenaventura. Era de una sonrisa contagiosa, de un humor fino y mordaz, muy generosa y creería que una de los dos hijos que me heredó el deseo por la política. Su carcajada era típica y famosa entre quienes la conocieron y con ella compartieron, la heredó su pequeño hijo. Anita tenía liderazgo por naturaleza. Era muy hermosa, amorosa y suspicaz. Podría afirmar que era la alegría del hogar.
Obvio, no era perfecta, era un ser humano increíble, con virtudes y defectos. Sumamente vulnerable, pues padecía desde su temprana juventud una depresión que por épocas la atormentaba y entristecía a ese ser que yo llamaría de luz. La depresión le arrebataba por semanas la alegría y le ocultaba su sonora carcajada. Cuando la veíamos recuperar estas dos cualidades, su familia comprendía que estaba saliendo de ese hueco tenebroso en que su mente la sumía.
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Hace ocho días sintió un fuerte dolor de cabeza, se negó a que la lleváramos al médico y pidió dos pastas para aliviar el mal. Horas después perdió el sentido y la llevamos a un centro hospitalario de prestigio en la ciudad de Medellín y allí fue atendida con diligencia y oportunidad. Diagnóstico: “Tiene muerte cerebral, producido por un invasivo aneurisma congénito, que algún factor de riesgo le aceleró”. Alguno de los familiares le imploró al médico que hiciera más de lo clínicamente posible y exhibiendo una foto de su pequeño hijo le manifestó: “Mire, hágalo por este niño”. Con respeto y afecto, el galeno le reiteró que nada podía hacer la ciencia. Horas después murió y algunos de sus órganos sirvieron para salvar vidas.
No voy a olvidar lo central del artículo. Los médicos hicieron un rastreo por muchos detalles de la vida de Ana Mercedes, buscando indagar los factores de riesgo que le desencadenaron tan abrasivo derrame. Concepto unánime de los tres que tuvieron que ver con su atención en la clínica: el cigarrillo electrónico fue ese fatídico factor de riesgo, después lo corroboró otro prestigioso médico, director de un centro neurológico donde los familiares fuimos a practicarnos un examen. He visto en redes sociales muchas disculpas sobre el cigarrillo electrónico, las mismas que mi hija me repetía cada vez, que como padre, trataba de convencerla de que no siguiera fumando y, seguramente, disculpas que repiten los productores de semejante veneno para poder venderlo.
Quiero terminar este artículo transcribiendo un escrito que me hizo llegar el doctor Antonio Cardona Castrillón, a quien mi niña llamaba cariñosamente roño:
“Sólo ustedes y los más cercanos/ conocen a punto mi tristeza/ y sólo yo dimensiono la grandeza/ del dolor que me causa recordar/ la alegría femenina, esplendorosa, /contagiada ya a Ángeles y Arcángeles, / haciendo reír a Pedro cogida de su mano, / que omite órdenes de Dios para callarla. (—) Allá está plena, feliz y, con certeza, / en el cielo se dispuso salón/ para alegría, entusiasmo y la belleza, / celebrando alborozadas su llegada/ vírgenes puras, las necias y las sabias, / porque bien le hace a Dios/ la virtud de una sincera carcajada/ de las miles que regaló en esta vida/ a cambio de dolores, tristezas y hasta rabias/. (—) Y yo aspiro –con fervor lo imploro-,/ que cuando el Gran Hacedor me necesite/ sea ella la guía celestial para ser feliz, desde bisoño,/ y la niña de muchos ojos, como líder,/ abrace, cante, ría, ame,/ y sin importar si María se estremece, grite:/ ¡A bailar todas que llegó mi tío Roño!”.