Las cuentas que no cuadran en el polémico proyecto del gobierno para bajar el recibo de la luz

Desde hace varias semanas, el Gobierno Nacional ha venido agitando las aguas del sector energético con una propuesta que, aunque prometida con entusiasmo, todavía no logra aterrizar. La tan esperada reforma al cargo por confiabilidad —ese ítem silencioso pero significativo que aparece en cada factura de energía— fue nuevamente aplazada. Se esperaba que el Ministerio de Minas y Energía la presentará oficialmente esta semana, pero la cita fue postergada para finales de mes. La promesa de un recibo de luz más barato aún no llega a los hogares, mientras crecen las dudas sobre la viabilidad técnica y financiera de la iniciativa.

El centro de la propuesta del Gobierno Petro es revisar a fondo el cargo por confiabilidad, un mecanismo que fue diseñado para asegurar inversiones en generación eléctrica, especialmente en tiempos de escasez o crisis. Sin embargo, para el ministro de Minas y Energía, Edwin Palma, este cargo se ha convertido en una especie de subsidio perpetuo a infraestructuras viejas, algunas de las cuales ya recuperaron su inversión hace años. “Seguimos pagando como si fueran nuevas”, dijo Palma ante la Comisión Quinta del Senado, evidenciando lo que considera un sistema inequitativo y económicamente insostenible.

Lo que plantea el Gobierno no es menor: reformular los criterios de asignación de ese cargo, diferenciando entre tecnologías limpias y convencionales, así como entre plantas nuevas y obsoletas. La propuesta se enmarca en una visión de transición energética “justa y sostenible”, pero su implementación plantea una serie de interrogantes que el Ejecutivo todavía no ha respondido con claridad. ¿Quién asumirá el costo de esta transición? ¿Cómo se garantizará la confiabilidad del sistema si se reducen los incentivos para ciertos actores privados?

Las empresas generadoras, especialmente las hidroeléctricas, observan con recelo la iniciativa. Argumentan que el cargo por confiabilidad ha sido la columna vertebral de sus modelos de negocio y una herramienta clave para mantener la estabilidad energética del país. Modificarlo sin una compensación clara podría desincentivar nuevas inversiones en un sector que ya enfrenta desafíos considerables, como el cambio climático, los retrasos en proyectos estratégicos y la presión de una demanda creciente.

Por su parte, los usuarios —particulares y empresas— miran con expectativa cualquier promesa que implique alivios en su factura. No obstante, la experiencia les ha enseñado a desconfiar de los anuncios con más retórica que resultados. En muchas regiones del país, el costo de la energía sigue siendo un lastre para la competitividad y la calidad de vida, y una reforma mal diseñada podría terminar trasladando los costos a los mismos de siempre: los consumidores finales.

Más allá del discurso técnico, la iniciativa pone sobre la mesa un debate urgente y necesario sobre cómo se remunera el respaldo energético en Colombia. La transición hacia fuentes más limpias no puede ser usada como excusa para desmantelar los esquemas que han sostenido el sistema, ni mucho menos para improvisar soluciones que terminen afectando la confiabilidad del servicio. La reforma debe ser estructural, progresiva y, sobre todo, consensuada con los actores del sector.

Mientras tanto, las cuentas no cuadran. La promesa de una luz más barata sigue siendo eso: una promesa. Y como suele ocurrir en el país del realismo mágico, lo urgente le gana a lo importante, mientras los recibos siguen llegando cada mes, intactos, implacables, con ese cargo por confiabilidad que nadie entiende muy bien, pero que todos pagan.

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