El contrato para adquirir diecisiete aeronaves de combate Gripen, firmado entre el Gobierno colombiano y la firma sueca Saab, sigue levantando polvo político y fiscal. Lo que en 2022 aparecía tasado en diez billones de pesos terminó convertido, al final del proceso, en un negocio de 16,5 billones, cifra que en un país con un déficit fiscal creciente despierta inquietudes de distinta naturaleza.
La compra no solo se analiza desde los números: también se cruza con las relaciones diplomáticas entre Colombia y Suecia, país donde la primera dama Verónica Alcocer pasó temporadas que despertaron preguntas en la opinión pública. Aunque no existe claridad sobre el financiamiento de su vida en Europa, estas coincidencias han intensificado la vigilancia sobre la negociación de los Gripen.
El Gobierno ha defendido la cifra final, asegurando que el valor total —16,5 billones— incluye no solo los aviones, sino también armamento, software especializado, sistemas de radar, un centro de simulación, entrenamientos, repuestos y la capacitación de pilotos y técnicos. A esto se suman las fluctuaciones macroeconómicas, especialmente la variación del euro frente al peso, que terminaron influyendo en el monto proyectado.
El presidente Gustavo Petro ha reiterado que el contrato, en esencia, se firmó por 13,7 billones de pesos, equivalentes a más de tres mil millones de euros. Según explicó, las vigencias futuras fijadas hasta 2032 implican un aumento en el costo que no recaerá exclusivamente en su administración, pues los primeros pagos sustanciales empezarán a ejecutarse una vez transcurra un periodo de gracia de tres años.
La compra, sin embargo, no surgió de un único camino. Durante más de una década, los equipos técnicos del Ministerio de Defensa evaluaron diversos modelos para reemplazar la envejecida flota de Kfir, aviones fabricados en los años ochenta en Israel y que ya cumplieron su ciclo operativo. La urgencia por sustituirlos era un consenso, pero no así la elección final.
Entre 2011 y 2025 desfilaron sobre la mesa alternativas provenientes de potencias tecnológicas y militares. Estados Unidos ofreció sus F-16; Francia propuso los Rafale; Reino Unido, España y Alemania presentaron el Eurofighter Typhoon; y China entró en competencia con el J-10CE. El proceso, largo y cargado de matices geopolíticos, convirtió cada opción en una decisión estratégica más que comercial.
El Gripen sueco fue finalmente la apuesta del Gobierno, en una combinación de costo–beneficio, promesas de transferencia tecnológica y relaciones bilaterales que se fortalecieron durante los últimos años. No obstante, el incremento en el precio pactado y el contexto político han teñido de suspicacias lo que debía ser una decisión técnica de renovación militar.
Hoy, el debate no se reduce al sobrecosto aparente ni a las cuotas de responsabilidad fiscal. También apunta a comprender cómo confluyeron factores diplomáticos, económicos y personales alrededor de uno de los contratos más altos de la historia reciente del país. Un negocio que, más que cerrar, abrió una conversación que aún sigue en pleno vuelo.












