La política colombiana ha dejado de ser un ejercicio de administración pública para convertirse en un teatro de narrativas. Y en ese escenario, Gustavo Petro, presidente y orador incansable, ha encontrado en la controversia un recurso, en la confrontación, una estrategia, y en la palabra, una herramienta de poder. Esta vez, desde Soledad, Atlántico, volvió a trazar líneas gruesas entre él y sus contradictores, entre el pueblo y las élites, entre su causa y lo que él llama la historia por borrar.
En su más reciente alocución, Petro no solo defendió la Consulta Popular como un camino legítimo para reinstaurar sus reformas laborales frustradas en el Congreso, sino que fue más allá. Sugirió una posibilidad inquietante: “El día que vuelva a la Presidencia será porque el pueblo ha hecho una revolución”. Así, entre líneas, dibujó una narrativa de reelección que no pasa por los cauces institucionales, sino por la fuerza transformadora de las masas. Una frase de alto voltaje simbólico en un país que aún carga las cicatrices del caudillismo.
Pero lo que terminó de encender el debate no fue solo la evocación de un eventual regreso al poder, sino la forma en que Petro volvió a mencionar a su antiguo aliado, el excanciller Álvaro Leyva. Según el mandatario, era él quien le sugería a diario los caminos para reelegirse, en referencia a una posible convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Una afirmación que, más que una defensa, pareció un reproche público envuelto en revelación, como quien suelta una verdad a medias para dejar sembrada la sospecha completa.
Lo cierto es que la figura de la Constituyente ha flotado en los discursos del Gobierno como una nube densa, ambigua, tentadora. Amparada en una lectura extendida del Acuerdo de Paz con las Farc, podría convertirse en el vehículo para reformar la Constitución y eliminar, entre otras cosas, la prohibición de reelección presidencial. Leyva lo insinuó antes de su salida del cargo. Ahora Petro lo confirma, pero con el matiz dramático de quien dice no buscarlo, aunque sugiere que podría aceptarlo si es “el pueblo” quien lo exige.
Y aquí está el nudo del debate: ¿es legítimo construir reformas institucionales desde la calle, desde la presión de las multitudes? ¿Hasta dónde puede un presidente movilizar la emoción popular sin erosionar los contrapesos de la democracia representativa? Convocar a diez millones de personas este primero de mayo no es solo una invitación a la participación: es una demostración de fuerza, un mensaje cifrado al Congreso, a la Corte y a los medios. Petro no solo busca aprobar una consulta; quiere instalar un nuevo relato de poder.
No es la primera vez que un gobernante en Colombia flirtea con la idea de una refundación institucional. Pero lo que diferencia a Petro es su estilo narrativo: él no anuncia reformas, las dramatiza. No convoca a la razón, convoca a la épica. Su discurso es de barricada, no de bancada. Y eso, aunque conecta con sectores históricamente excluidos, también genera una tensión persistente con los órganos que representan el equilibrio democrático.
Mientras tanto, la Consulta Popular avanza en medio de incertidumbres jurídicas y políticas. Requiere mayorías complejas en el Senado y una participación ciudadana que hasta ahora no se ha visto. Son doce preguntas que buscan revivir un proyecto legislativo rechazado por los cauces regulares. Y aunque Petro afirma que no se trata de reelección, cada gesto, cada frase, cada multitud convocada alimenta una narrativa que podría conducir justamente a ese horizonte.
Colombia, país de pasiones políticas profundas, observa una vez más cómo la figura del presidente intenta moldear no solo las reformas, sino las reglas del juego. En esa tensión entre revolución y legalidad, entre emoción popular e institucionalidad, se juega no solo el futuro de un gobierno, sino el carácter mismo de nuestra democracia.