Maxi no era un simple pasajero. Era un compañero de vida, un miembro más de una familia que, como tantas otras, recurre al transporte terrestre para desplazarse por el país. Pero el regreso de Maicao a Medellín se convirtió en una pesadilla. La empresa Copetran, según testimonios de los afectados y las redes sociales, impuso un cambio abrupto: Maxi, que en el trayecto de ida había viajado en la cabina junto a sus dueños, fue relegado a la bodega, como si su vida fuera equiparable a un bulto o una maleta más. En ese encierro sofocante, sin ventilación adecuada ni el cuidado mínimo exigido, el pequeño pekinés perdió la vida.
La muerte de Maxi ha desatado una ola de indignación que recorre el país como una corriente eléctrica. No es la primera vez que una mascota fallece en condiciones similares, pero sí una de las que ha tocado con mayor fuerza la sensibilidad colectiva. Y esta vez, la Superintendencia de Transporte ha reaccionado. Consciente del clamor ciudadano y del deber institucional, la entidad ha anunciado la apertura de una investigación formal para esclarecer lo sucedido y determinar si hubo negligencia o incumplimiento de protocolos por parte de la empresa transportadora.
“El respeto por la vida y el bienestar de todos los usuarios, incluidas las mascotas que viajan bajo custodia de las empresas de transporte, es una prioridad”, aseguró la Superintendencia en un comunicado que intenta poner paños fríos sobre una herida abierta. Pero las palabras, aunque necesarias, no bastan. Lo que el país exige es justicia, medidas concretas, sanciones ejemplares y, sobre todo, un cambio profundo en la manera en que las empresas entienden el vínculo entre humanos y animales de compañía.
Los dueños de Maxi, devastados por la pérdida, relataron que suplicaron al conductor que les permitiera llevar a su perro en cabina, como ya había sucedido días antes, sin incidentes ni molestias para los demás pasajeros. Sin embargo, se encontraron con una negativa tajante, una orden arbitraria que no sólo contradijo el sentido común, sino que también podría estar en contravía de la normatividad vigente sobre el transporte de mascotas en vehículos públicos. ¿Qué cambió entre un trayecto y otro? ¿Fue una decisión aislada o una práctica sistemática?
El país, que cada vez entiende mejor que los animales no son objetos, sino seres sintientes protegidos por la ley, ha reaccionado con vehemencia. No se trata solo de Maxi: se trata de todos los que han viajado o viajarán, expuestos al mismo riesgo. Se trata del dolor que dejó este caso y de la urgencia de construir un sistema de transporte más humano, en el que la lógica comercial no esté por encima de la vida. No es un asunto menor, es una cuestión de civilización.
La investigación de la Superintendencia será clave no sólo para dirimir responsabilidades, sino para sentar un precedente. Colombia no puede seguir permitiendo que los animales sean tratados como carga inerte. Este caso debe marcar un antes y un después, con protocolos claros, derechos garantizados y sanciones reales. Porque el sufrimiento de un ser vivo no puede quedar impune, ni repetirse bajo el amparo de la desidia o la costumbre.
Maxi no volverá. Pero su historia puede convertirse en un punto de quiebre, en un símbolo que moviliza conciencias y transforma políticas. Si algo debe quedar claro tras esta tragedia, es que la vida —toda vida— merece respeto. Y que un país que maltrata o ignora el dolor de los más indefensos, difícilmente podrá llamarse justo.