La mayoría de edad no es el fin del abandono

Daniel nunca fue niño, aunque lo haya sido por calendario. Su infancia, si alguna vez existió, quedó sepultada en la violencia y la desmemoria. El único recuerdo que guarda de su madre es verla encadenada a una cama por orden de su propio abuelo. Cuando la soltaban, su furia se desató contra él y sus hermanas. Una vez, los tres niños —de apenas cuatro, cinco y seis años— fueron lanzados desde un barranco. Daniel sobrevivió con la cara ensangrentada, pero sin que nadie acudiera a socorrerlo. El Estado lo encontró caminando, confundido y desnutrido, en una calle polvorienta del norte del país. Tenía apenas seis años y ya cargaba una historia que habría quebrado a cualquier adulto.

Lo que vino después fue, en teoría, protección: el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar lo declaró en abandono, lo ubicó en un hogar sustituto y prometió restablecer sus derechos. Pero los años bajo custodia institucional fueron una extensión del desamparo inicial. Los informes médicos eran lapidarios: luxación congénita de cadera, gastritis crónica, déficit cognitivo, insomnio y un daño emocional imposible de cuantificar. Medicina Legal lo describió como un niño con vocabulario escaso, sin hábitos de higiene ni vínculos afectivos. Su expediente no hablaba de progresos, sino de episodios de agresividad, rupturas constantes y un niño incapaz de adaptarse a nada, porque nunca tuvo un lugar para hacerlo.

Daniel cumplió 18 años y, con ello, para el Estado terminó su niñez. Pero su dependencia, su discapacidad y su fragilidad no desaparecieron con la mayoría de edad. Como ocurre con miles de jóvenes en situación de protección, cruzar ese umbral lo arrojó a un limbo legal: demasiado grande para seguir siendo responsabilidad del ICBF, pero demasiado vulnerable para sostenerse por sí mismo. La Corte Constitucional intervino a tiempo, exigiendo que el Estado no lo soltara de la mano. A sus 27 años, Daniel sigue sin un proyecto de vida, pero con una medida de protección renovada por orden judicial. Un fallo que no solo lo protege a él, sino que interpela a toda una institucionalidad que parece olvidar que el abandono no cumple años.

No es un caso aislado. Según cifras del propio ICBF, en Colombia más de 9.000 jóvenes que estuvieron bajo su cuidado han llegado a la mayoría de edad sin redes familiares, sin acceso a educación superior, sin oportunidades laborales reales. Muchos de ellos —con discapacidades, traumas o procesos de institucionalización prolongados— son simplemente lanzados al mundo, sin herramientas para sobrevivir. Para el Estado, el contrato parece cumplirse a los 18; para ellos, comienza la parte más cruel del abandono: la adultez sin futuro.

La historia de Daniel evidencia los límites de un sistema de protección diseñado más para el control que para el cuidado. Las medidas administrativas funcionan como paños de agua tibia: hogares sustitutos temporales, evaluaciones técnicas periódicas, procesos de adopción que rara vez se concretan. Pero no hay un verdadero puente hacia la vida adulta, ni una política sólida de transición para quienes, como Daniel, necesitan acompañamiento permanente. Lo que queda es un vacío legal y ético que el Estado se niega a mirar de frente.

La Corte Constitucional, en su fallo, envió un mensaje contundente: los derechos no caducan con la mayoría de edad. Y si el Estado asumió la tutela de una vida, debe garantizar condiciones mínimas para que esa existencia sea vivible, no solo biológicamente, sino en términos de dignidad. El caso de Daniel es apenas la punta visible de un sistema que urge pensarse, que debe entender que proteger no es sólo impedir que alguien muera, sino dar las condiciones para que pueda vivir plenamente.

Hoy, Daniel sigue dependiendo del Estado. Pero su vida no puede resumirse en un fallo judicial. Necesita mucho más que medidas excepcionales: requiere una política pública estructural, una red de cuidado que lo vea como adulto vulnerable, no como un menor que “ya cumplió su tiempo”. Porque el abandono, cuando es institucionalizado, es todavía más brutal. Y porque los niños que el Estado recoge, también tienen derecho a convertirse en adultos con futuro.

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