El reciente informe de la Corporación Excelencia en la Justicia volvió a encender las alarmas sobre el colapso del sistema penal colombiano. En 2024, la Fiscalía General de la Nación administró más de $6 billones —casi el 40 % del gasto judicial total—, pero ni el presupuesto ni las reformas han logrado cambiar un diagnóstico que se repite año tras año: la mayoría de los casos nunca llega a juicio. De los más de 1,8 millones de denuncias que ingresaron al Sistema Penal Oral Acusatorio (SPOA), el 93 % se quedó en etapa de indagación y apenas una mínima fracción culminó con una sentencia.
La fotografía del sistema, según el informe, es desalentadora. Con solo 8,9 fiscales por cada 100.000 habitantes y casi el 80 % de ellos en condición provisional, la justicia penal opera con una estructura precaria, sobrecargada y sin estabilidad técnica. El resultado: ocho de cada diez procesos terminan archivados, más por falta de capacidad institucional que por decisión judicial. Lo que en el papel se pensó como un modelo ágil y garantista, hoy se asemeja más a una maquinaria paralizada que se oxida bajo el peso de sus propios expedientes.
La metáfora usada por el informe es elocuente: el SPOA funciona como una “boca ancha” que se atasca en un “cuello estrecho”. Entra un torrente de denuncias, pero solo unas pocas logran fluir hacia el juicio. Para aliviar la congestión, la Fiscalía recurre con creciente frecuencia al archivo. De las 1,45 millones de actuaciones evacuadas en 2024, el 81,9 % fue archivado y apenas el 3,7 % derivó en una decisión judicial de primera instancia. Una justicia que archiva más de lo que resuelve es, en los hechos, una justicia que se resigna ante su propia impotencia.
Las causas de ese atasco son estructurales. La falta de fiscales y de investigadores, la precariedad tecnológica, la escasa articulación con la Policía Judicial y la sobrecarga de denuncias menores componen un cóctel que ahoga al sistema. En la mayoría de los casos, los procesos se cierran por imposibilidad de identificar a los responsables (53 %) o porque el hecho no constituye delito (42,8 %). Son cifras que reflejan una justicia reactiva, más ocupada en apagar incendios que en prevenirlos, y que convierten el archivo en una salida administrativa antes que en una decisión de fondo.
En términos prácticos, el sistema penal se ha transformado en un gran embudo: recibe millones de denuncias, pero solo unas pocas encuentran salida. Y lo que podría parecer una cifra técnica es, en realidad, una tragedia cotidiana. Detrás de cada expediente archivado hay una víctima que no fue escuchada, un delito sin esclarecer o una desconfianza más en el Estado. Es ahí donde el archivo deja de ser un trámite y se convierte en símbolo de la impunidad que erosiona la credibilidad institucional.
Sin embargo, no todos los expertos comparten la lectura catastrofista. El abogado penalista Santiago Trespalacios advierte que reducir la crisis de la Fiscalía a un problema de archivo “es un análisis simplista”. Según explica, “no todo archivo es impunidad”: muchos casos se cierran porque no configuran delito, porque las partes concilian o porque no hay materia jurídica para avanzar. En otras palabras, archivar no siempre significa que la justicia falló, sino que el sistema está aplicando los filtros que la ley establece.
Aun así, el debate sigue abierto. Para algunos juristas, el problema no está en los archivos mismos, sino en la incapacidad del Estado para garantizar una investigación eficaz en los casos que sí lo ameritan. La falta de recursos, la provisionalidad del personal y la debilidad en la gestión de pruebas hacen que incluso los procesos con mérito se diluyan en el limbo de la indagación. Así, mientras el país discute las cifras, la justicia sigue atrapada en un círculo de ineficiencia que perpetúa la impunidad estructural.
El reto, entonces, va más allá de las estadísticas. Se trata de reconstruir un sistema penal que logre equilibrar el respeto por las garantías con la necesidad de resultados. De nada sirve un modelo oral y moderno si carece de músculo operativo. El desafío no es menor: devolverle eficacia a la Fiscalía y confianza a los ciudadanos. Porque una justicia que no resuelve, que archiva por costumbre y que posterga la verdad, termina siendo, en el fondo, otra forma de injusticia.












