La infancia como coartada: la red de explotación que lucraba en El Poblado

En pleno corazón de El Poblado, donde el lujo convive con la indiferencia, una red criminal convirtió a los niños en mercancía de compasión. Bebés en brazos, pañales sucios, rostros ajenos a la infancia real: así pedían limosna los explotadores que, camuflados entre vendedores informales y madres desesperadas, tejieron un negocio que les dejaba más de $180 millones mensuales. No era pobreza: era industria del dolor.

La operación que desmanteló esta estructura se ejecutó como un bisturí entre la noche y el alba. La Policía, la Fiscalía y la Secretaría de Seguridad de Medellín irrumpieron en puntos clave de la ciudad, con precisión quirúrgica, en los barrios Boston, Carpinelo, Santa Cruz y, por supuesto, El Poblado. Siete capturas. Siete piezas de un engranaje que usaba a los más indefensos para traficar no solo con lástima, sino con productos de primera necesidad.

El modus operandi era tan sencillo como perverso: los menores eran llevados a zonas de alto flujo turístico como Provenza, la Calle 10 y el Parque Lleras. Allí, los adultos que los manipulaban apelaban a la caridad para recolectar leche, pañales, medicamentos y alimentos. Lo que parecía necesidad era en realidad acopio: todos esos productos eran revendidos, sin control sanitario, en el mercado clandestino. Los niños, luego, volvían al círculo. Como herramientas. Como excusas.

Más allá de lo económico, lo que estremece es la reincidencia. Muchos de esos menores ya habían sido rescatados por el ICBF en años anteriores. Según cifras de la Policía de Infancia y Adolescencia, más de 900 casos de reincidencia se han documentado recientemente. Niños que entran y salen del sistema, atrapados entre instituciones colapsadas y redes que mutan para sobrevivir. Vuelven a los mismos brazos que los vendieron, a los mismos parques donde la ciudad finge no ver.

Medellín, que en el exterior aún carga con la sombra del pasado violento, ha apostado a reinventarse como ciudad de innovación y cultura. Pero en sus calles persiste una violencia más íntima y silenciosa: la que convierte a los niños en actores involuntarios de un drama repetido. Una violencia sin balas, pero con cicatrices profundas. La mendicidad forzada es apenas una cara de ese iceberg.

En cada esquina donde un niño duerme sobre cartón o estira la mano sin entender por qué, hay un sistema que ha fallado: uno que normaliza la tragedia diaria como parte del paisaje urbano. El negocio de la miseria no se sostiene sin la pasividad de una sociedad que da una moneda para lavar culpas, pero no exige justicia para quienes hacen del sufrimiento un negocio millonario.

Hoy, con siete capturados y una red parcialmente desmantelada, queda la pregunta incómoda: ¿cuántas más existen que aún no hemos visto, o que preferimos no ver? El país que fue capaz de firmar una paz, aún no ha sido capaz de cuidar a sus niños. Y mientras no lo haga, la paz será una promesa vacía sobre la cuna de los más vulnerables.

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