La gobernabilidad en riesgo: Petro se juega la soledad o los acuerdos en su último año

En la fragilidad del poder, cuando el respaldo tambalea y el calendario marca el inicio del último año de mandato, los presidentes enfrentan su verdadera prueba. Gustavo Petro, líder de un proyecto político que desde sus orígenes se pensó en confrontación con el sistema, ha llegado a ese punto de inflexión. Esta semana, tras perder una votación clave en el Congreso sobre un fallo de la Corte Constitucional, decidió cortar amarras con varios ministros y directores de entidades estratégicas, echando por tierra lo que quedaba de la coalición que lo sostuvo. La soledad presidencial, ese fantasma que ronda a todos los gobiernos, ahora le respira en la nuca.

El episodio se desató tras una votación en la que el Congreso, que por meses había sido un aliado tácito del petrismo, le dio la espalda. La derrota no fue menor: significó la validación de un contrapeso institucional —la Corte Constitucional— en un momento donde el Ejecutivo pretendía reafirmar su narrativa de justicia social frente a la burocracia tradicional. Petro, fiel a su estilo, reaccionó con vehemencia. En un par de trinos, visiblemente escritos con rabia, acusó al Congreso de traición histórica y de perpetuar lógicas de poder corruptas. Recordó, como en otras ocasiones, la espada de Bolívar: esta vez, no en la plaza pública, sino como símbolo digital de resistencia.

La reacción inmediata fue una purga. Salieron tres ministros: Antonio Sanguino (Verde), Julián Molina (La U) y Diana Morales (Liberal). Junto a ellos, una serie de funcionarios claves en entidades con fuerte músculo político y presupuestal: Finagro, ICA, Positiva, Previsora, USPEC… Todos puestos ocupados por cuotas de congresistas que, hasta hace poco, eran parte del entramado que permitía gobernar. Nombres como Fabio Amín, Guido Echeverry o Carlos Amaya —con peso regional y legislativo— quedan, por ahora, fuera del juego. Se rompe el delicado equilibrio que había permitido aprobar reformas trascendentales.

Esas mayorías, construidas con pinzas y concesiones, le habían dado a Petro más que cualquier otro Congreso a un presidente de izquierda en Colombia: una reforma tributaria ambiciosa, un nuevo intento de reforma laboral, la jurisdicción agraria, una reforma pensional estructural. Fueron votaciones difíciles, pero que el Gobierno ganó gracias a una aritmética parlamentaria tan pragmática como temporal. Ahora, sin esas piezas clave, la maquinaria institucional entra en una fase incierta. Lo que se definirá en los próximos días no es solo si Petro puede seguir gobernando, sino cómo pretende hacerlo.

En este contexto, el petrismo parece decidir entre dos caminos: construir puentes con una clase política que ha despreciado en el discurso, o lanzarse a una radicalización calculada que sirva de combustible en un año electoral. La narrativa ya se está cocinando: desde el Ejecutivo se ha dicho que el Congreso eligió a “un juez corrupto” en detrimento de una magistrada “negra, mujer, y de carrera limpia”. El mensaje está cargado de símbolos y busca tocar fibras profundas: la exclusión, el clasismo, el racismo. Es una retórica potente que puede funcionar en las urnas, pero que difícilmente construye gobernabilidad.

Petro, más que nadie, sabe que su capital político no reside en la técnica ni en la gestión, sino en el relato. Su fortaleza ha sido siempre emocional, simbólica, épica. Pero gobernar requiere algo más que épica: requiere alianzas, concesiones, estabilidad. Si decide seguir por el camino de la confrontación total, el riesgo no es solo quedarse solo en el poder, sino entregar a sus adversarios el argumento perfecto para deslegitimar su legado. Si, por el contrario, reconstruye una coalición, podría salvar reformas pendientes y cerrar su ciclo con avances tangibles.

El dilema, en últimas, no es solo de Petro, sino del país entero. En el tablero político actual, la radicalización del presidente puede exacerbar una polarización ya hirviente, y la debilidad institucional que sobrevenga afectará más allá de su mandato. Colombia se adentra en un año decisivo con una incógnita sobre su gobernabilidad. Petro, entre la soledad y los acuerdos, tendrá que decidir si quiere irse como un mártir incomprendido o como un gobernante que supo corregir a tiempo. El reloj corre, y la historia observa.

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