Con la promesa de cerrar los huecos fiscales del Estado, el Gobierno de Gustavo Petro presentó ante el Congreso un proyecto de reforma tributaria que no tardó en despertar polémicas. La iniciativa, que contiene 95 artículos, no solo busca recaudar $26,3 millones, sino que plantea una reconfiguración profunda del sistema tributario colombiano, con efectos tangibles en la cotidianidad de millones de ciudadanos. Desde la gasolina hasta las boletas de conciertos, pasando por el trago y los juegos de azar, la propuesta toca múltiples sectores y perfila un nuevo paisaje fiscal que promete incomodar a más de uno.
Uno de los puntos que más impacto genera en el bolsillo de los colombianos está relacionado con el impuesto al patrimonio. Actualmente, sólo quienes poseen bienes superiores a $3.585 millones (72.000 UVT) estaban obligados a pagar, pero con la reforma, ese umbral bajaría a $1.991 millones (40.000 UVT), al tiempo que se elevaría la tasa máxima de 1,5% a 5%. Con esta medida, el gobierno espera que las grandes fortunas aporten más al sostenimiento del Estado, en un esfuerzo por hacer del sistema fiscal algo “más justo y progresivo”, según palabras del ministro de Hacienda, Germán Ávila.
Pero no solo los más ricos sentirán el peso de la reforma. La propuesta contempla un aumento en la tasa marginal del impuesto de renta para personas naturales, que pasaría del 39% al 41%. También se incrementa el impuesto sobre dividendos para inversionistas extranjeros no residentes hasta el 30%. Es un mensaje claro del Ejecutivo: todos los sectores deberán hacer parte del esfuerzo para tapar el hueco fiscal y financiar los programas sociales de esta administración.
Sin embargo, es en los detalles cotidianos donde la reforma revela su rostro más palpable. El IVA de 19% que hoy pagan algunos productos y servicios se extendería a áreas antes exentas o con tarifas reducidas. Por ejemplo, los vehículos híbridos, que pagaban un IVA del 5%, verían esa tasa multiplicarse casi por cuatro. Los espectáculos culturales o musicales, si sus entradas superan los $500.000, también quedarían gravados, encareciendo el acceso a la cultura para las clases medias urbanas.
En el caso de los licores, la reforma propone igualar el tratamiento fiscal: ron, aguardiente, vino y otras bebidas alcohólicas tendrán un IVA unificado del 19%, lo que elevaría sus precios en bares, tiendas y supermercados. Incluso los juegos de suerte y azar en línea, cuya popularidad creció en los últimos años, tendrán un IVA permanente del 19%. Y en una medida que anticipa fuertes críticas, se proyecta un aumento escalonado del IVA a los combustibles fósiles: del actual 5% pasaría al 10% en 2026, y llegaría al 19% en 2028, encareciendo el transporte y afectando a todos los sectores productivos.
El ministro Ávila defendió el articulado con un tono técnico y moderado. Aseguró que se trata de un «paquete fiscal estructurado y completo», diseñado para responder a una situación crítica de las finanzas públicas, que presentan un desequilibrio estructural y amenazan la estabilidad macroeconómica del país. No obstante, voces desde la oposición, gremios y analistas ya han empezado a cuestionar el impacto redistributivo de estas medidas, en un contexto de desaceleración económica y malestar social.
La reforma, que apenas inicia su recorrido legislativo, promete debates intensos. No solo por su envergadura técnica, sino por lo que representa en términos simbólicos: un pulso entre el ideal de justicia fiscal que proclama el gobierno y la realidad de un país con profundas desigualdades, donde cada alza, cada impuesto, cada punto porcentual, se siente primero en la mesa, el tanque y la rutina de los ciudadanos. La pregunta no es sólo cuánto se recaudará, sino quién pagará realmente la cuenta.