En el municipio de La Unión, en el Oriente antioqueño, la situación del cultivo del tomate de árbol se ha convertido en un grave problema para los productores, quienes luchan por sobrevivir ante la falta de rentabilidad de este importante producto agrícola. Lo que era una tradición familiar para muchos campesinos, como el caso de Edgar Arango, se ha transformado en una verdadera pesadilla económica. La situación es tan crítica que, como último recurso, algunos agricultores prefieren regalar sus cosechas que venderlas, pues el precio del tomate en el mercado ha caído de forma alarmante.
Arango, quien heredó su cultivo de tomate de árbol hace cuatro años, expresa con pesar lo que muchos en la región piensan pero pocos se atreven a decir en voz alta: «No es rentable». El precio en los mercados mayoristas es tan bajo que apenas cubre los costos de producción, y en muchos casos, no alcanza ni para cubrir las inversiones en mano de obra, insumos y recursos. En su caso, el campesino de La Unión se ha visto en la necesidad de regalar la cosecha a quienes se acercan a su finca, como una forma de evitar que el producto se pierda en el campo sin haber generado ningún beneficio.
La crisis que atraviesa el sector del tomate de árbol es tan profunda que afecta no solo a la economía de las familias productoras, sino también a la estabilidad social de la región. El cultivo de este fruto ha sido, durante generaciones, uno de los pilares económicos de La Unión, pero hoy, los productores se sienten atrapados en una rueda de deuda y desesperación. Muchos agricultores aseguran que, en lugar de ser un medio de vida, la cosecha se ha convertido en una carga que los arrastra hacia la miseria, sin visibilidad de un futuro alentador.
Edgar Arango, con su rostro marcado por la preocupación y la experiencia, señala la falta de apoyo por parte de las instituciones gubernamentales. Aunque ha dedicado su vida al cultivo, ahora enfrenta la amarga realidad de que el esfuerzo y la dedicación no siempre son suficientes. Las soluciones prometidas desde el Gobierno parecen lejanas y sin concreción, mientras los campesinos continúan en su lucha por la supervivencia económica. «¿Para qué sembrar si no hay quien compre?», se pregunta Arango, reflejando la frustración de muchos que ven cómo el mercado no recompensa el trabajo arduo en el campo.
Las razones detrás de esta crisis son diversas. Los cambios en el mercado, la saturación de productos similares, la falta de acceso a tecnología para mejorar los cultivos, y la competencia desleal con productos importados son solo algunos de los factores que han contribuido al colapso de la rentabilidad de este sector. Sin embargo, lo que más resalta es la ausencia de un plan integral por parte del Gobierno para apoyar a los productores locales, quienes piden con urgencia políticas públicas que les permitan acceder a precios justos, financiamiento adecuado y asistencia técnica.
Por si fuera poco, la falta de infraestructura adecuada para la comercialización del tomate de árbol también ha agravado la situación. Las centrales mayoristas, los mercados locales y los canales de distribución no brindan las condiciones necesarias para que los campesinos puedan obtener precios dignos por su producto. El desinterés de las autoridades en solucionar estos problemas estructurales deja a los agricultores atrapados en un ciclo de pobreza y precariedad.
Mientras tanto, los campesinos como Don Edgar continúan resistiendo como pueden. Algunos, como él, se han visto forzados a recurrir a estrategias alternativas, como la venta de semillas o la diversificación de cultivos, para intentar subsistir en medio de esta crisis. Sin embargo, la desesperación crece cada día más, y la sensación de abandono por parte del Estado se intensifica. «Aquí estamos, trabajando por amor al campo, pero ya no sabemos qué hacer», expresa Arango, con la voz quebrada por la frustración.
Lo que queda claro es que el sector agrícola de La Unión necesita con urgencia una respuesta contundente por parte de las autoridades. Las políticas públicas deben ser más efectivas para proteger a los pequeños productores y garantizarles condiciones dignas de trabajo. Si no se actúa con prontitud, la situación no solo afectará la economía de miles de familias, sino que podría poner en riesgo la supervivencia misma de un sector agrícola clave para la región. El tiempo se agota, y la intervención del Gobierno es más urgente que nunca.