En un nuevo episodio de tensiones entre la evidencia científica y las declaraciones políticas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) salió al paso de unas afirmaciones recientes del expresidente estadounidense Donald Trump, quien sugirió —sin sustento comprobado— que el consumo de paracetamol durante el embarazo podría aumentar el riesgo de autismo en los recién nacidos. Desde Ginebra, la OMS fue enfática: no existe prueba científica concluyente que respalde semejante aseveración. La polémica, encendida como un fósforo en redes sociales y medios de comunicación, ha obligado a replantear el rol de los líderes políticos en la divulgación responsable de información médica.
El vocero oficial de la OMS, Tarik Jasarevic, reiteró que los estudios disponibles hasta la fecha no han logrado establecer una relación sólida entre el uso prenatal de acetaminofén (como se conoce en Colombia) y el desarrollo de trastornos del espectro autista en los menores. “Ha habido algunos estudios observacionales que han sugerido una posible asociación, pero la evidencia sigue siendo inconsistente. Si existiera un vínculo claro, ya habría sido identificado de forma consistente por la comunidad científica global”, aseguró. En otras palabras, lo que existe hasta ahora son hipótesis que no superan el umbral de la certeza estadística.
La advertencia no significa que el paracetamol esté libre de todo riesgo. Como cualquier otro medicamento, su uso durante el embarazo debe estar sujeto a una evaluación médica cuidadosa, particularmente en etapas críticas del desarrollo fetal. La OMS enfatizó que el consumo debe realizarse bajo la supervisión de profesionales de la salud, quienes tienen el criterio y el conocimiento necesario para valorar los riesgos y beneficios en cada caso particular. La automedicación, especialmente durante la gestación, sigue siendo una práctica riesgosa.
Pero Trump no se detuvo allí. En la misma intervención pública en la que acusó al paracetamol, cuestionó también el actual esquema de vacunación infantil. Propuso, sin aportar respaldo científico, que las vacunas fueran aplicadas en etapas más espaciadas —cuatro o cinco—, en vez de concentrarse como se hace actualmente. Ante esto, la OMS respondió con la contundencia que exige la responsabilidad sanitaria: el calendario de vacunación no es un capricho, sino el resultado de décadas de investigación, ensayos clínicos y políticas públicas basadas en evidencia.
“El actual modelo de vacunación está respaldado por rigurosas evaluaciones científicas que han demostrado su eficacia para proteger a niños, adolescentes y adultos contra más de 30 enfermedades infecciosas”, explicó Jasarevic. Modificar este esquema, sin pruebas sólidas que justifiquen el cambio, no solo sería irresponsable, sino potencialmente peligroso para la salud pública. Las vacunas, recordemos, no protegen únicamente al individuo, sino también a la comunidad que lo rodea.
Estas declaraciones vuelven a poner sobre la mesa un debate tan viejo como vigente: el conflicto entre la ciencia y la opinión, entre el dato verificado y la declaración sin fundamento. En un mundo hiperinformado y sobrecargado de discursos, la OMS insiste en que la salud no puede ser rehén de discursos populistas ni de teorías infundadas. La política sanitaria debe construirse desde la verdad, no desde el miedo.
Así las cosas, el llamado de la Organización Mundial de la Salud es claro: escuchemos a la ciencia, no al ruido. En tiempos donde el acceso a la información es inmediato, también debe serlo el compromiso con la rigurosidad. Porque en materia de salud pública, lo que está en juego no es una cifra en una encuesta, sino la vida misma.