La carta que hiela la infancia: el nuevo rostro del miedo migrante en EE. UU.

“Es hora de que salga de los Estados Unidos”. Así comienza una carta enviada por el Departamento de Seguridad Nacional de EE. UU. (DHS) a niños migrantes, muchos de ellos apenas conscientes del idioma o del laberinto legal que los envuelve. La frase, más que una advertencia, suena a sentencia. Es un golpe de tinta seca que despoja a menores de su frágil sensación de refugio. Bajo el gobierno de Donald Trump, ha resurgido una política migratoria que no conoce suavidad ni distingue entre adultos y niños. En esta ocasión, las víctimas tienen nombres, rostros pequeños y mochilas de escuela colgadas al hombro.

La misiva, que ha circulado entre familias migrantes, contiene una amenaza implícita revestida de legalidad: si el menor no abandona el país “de inmediato”, será objeto de deportación, sanciones civiles, pérdida de beneficios temporales, y eventualmente, de procesos penales. Lo alarmante no es solo el tono hostil y su contenido coercitivo, sino el hecho de que se dirija directamente a menores de edad, sin distinguir entre contextos, sin considerar traumas ni historias, sin atender al principio universal del interés superior del niño.

La excusa legal que ampara estas cartas es la revocatoria discrecional de la libertad condicional temporal que había sido concedida a algunos de estos menores, medida que, en la práctica, ha funcionado como un respiro mientras se resolvían sus procesos migratorios. Pero ahora, esa condicionalidad se disuelve por decisión unilateral, sin derecho a apelación inmediata, sin advertencia previa. La frase final de la carta, casi cinematográfica, dice: “No intente permanecer ilegalmente en Estados Unidos; el Gobierno federal le encontrará”. Es un mensaje que convierte al Estado en cazador y al niño en fugitivo.

La pastora Julie Contreras, voz firme desde el santuario United Giving Hope en Illinois, no ha dudado en calificar esta política como “una barbaridad”. Y no es para menos. “Imaginen qué pasa por la cabeza de un menor al recibir una carta de este tipo del país más poderoso del mundo”, dijo con voz quebrada. Los niños no entienden de leyes migratorias, pero sí entienden el miedo, la amenaza, el rechazo. Estas cartas no son simples documentos: son instrumentos de angustia que perforan la inocencia.

Para los defensores de derechos humanos, lo que se está viviendo es un retroceso inaceptable a los momentos más oscuros de la política migratoria estadounidense. Una administración que prioriza el castigo sobre la compasión, y la expulsión sobre la integración, demuestra con estas acciones que la niñez migrante no tiene lugar en su idea de nación. La ley, en este caso, se convierte en látigo, no en escudo. Y lo que debería ser un proceso jurídico justo, se transforma en una maquinaria de intimidación.

La administración Trump ha dejado claro que la nueva fase de su política migratoria será implacable. El envío de estas cartas forma parte de un dispositivo mayor que busca reducir el número de migrantes no por medio de soluciones estructurales, sino mediante el miedo. La infancia migrante —ya golpeada por la separación familiar, la incertidumbre y la pobreza— ahora enfrenta un nuevo monstruo: una carta oficial que le exige desaparecer.

Pero la historia no termina ahí. Lo que está en juego no es solo el estatus de unos menores, sino la ética de una sociedad entera. El destino de estos niños no debería depender del capricho de una oficina o del talante de un presidente, sino de un compromiso civilizatorio: el de proteger a los más vulnerables. Porque cuando un país decide que sus niños —sean nacidos allí o no— son prescindibles, lo que está en riesgo ya no es solo una política pública, sino el alma misma de la nación.

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