Julio el centenario que desafía la lógica del tiempo

A los 112 años, don Julio Enrique Saldarriaga Hernández se ha convertido en una leyenda viva del Oriente antioqueño. Nacido el 30 de julio de 1913, cuando en Colombia aún se hablaba de guerras civiles y el ferrocarril apenas llegaba a algunas regiones, don Julio es hoy el hombre más longevo del país, reconocido oficialmente por el Gerontology Research Group (GRG). Pero más allá de su asombrosa edad, lo que ha convertido a este campesino en una celebridad en El Carmen de Viboral es la manera como ha vivido: con alegría, sencillez y terquedad frente a los dictados de la ciencia moderna.

Don Julio no es el producto de dietas perfectas, de entrenamientos funcionales ni de suplementos con nombres impronunciables. Su vida ha sido la de cualquier hombre de campo de su generación: dura, trabajada a pulso, con una alimentación sin etiquetas ni controles calóricos, y llena de jornadas bajo el sol y la lluvia. Sin embargo, ahí está, lúcido en muchos momentos, con algo de niebla en otros, pero aún capaz de relatar pasajes de su infancia con una voz firme y una memoria que desconcierta incluso a los médicos.

Los neurocientíficos llevan años intrigados por estos “supercentenarios” —como se les llama a quienes superan los 110 años—. No solo porque rompen las estadísticas vitales, sino porque sus cerebros parecen resistirse a la degradación natural del tiempo. ¿Cómo es posible que un hombre como don Julio, expuesto desde niño al carbón, a los trabajos pesados y a las condiciones rurales más precarias, conserve funciones cognitivas que a otros se les desvanecen décadas antes?

En un mundo obsesionado con la salud, donde cada día surge un nuevo régimen alimenticio o una disciplina física para alcanzar la longevidad, la vida de don Julio resulta casi una burla tierna al exceso de cuidado. Porque él nunca vivió para durar más, sino para estar. Estar en el monte, estar con su familia, estar vendiendo carbón de pueblo en pueblo, caminando descalzo por trochas imposibles. Su secreto —si se le puede llamar así— no parece estar en lo que hizo, sino en cómo lo hizo: sin prisa, sin amargura, con la dicha tranquila de quien no espera más que el día siguiente.

—¿Usted qué recuerda de cuando era niño? —le preguntan con frecuencia los visitantes, periodistas, curiosos, estudiantes de medicina, autoridades locales.

Don Julio entrecierra los ojos, se queda quieto, como escuchando a su memoria bajar lentamente del altillo donde la tiene guardada.

—Yo nací por donde se juntan El Carmen, El Santuario y Cocorná. Éramos diez hermanos. Yo vivía en una casita que tenía un camino pa’ cada pueblo. Desde los diez años ya trabajaba. Quemaba carbón, aserraba, me metía al monte. Después bajábamos al pueblo a venderlo a pie limpio.

Pocos se imaginan que ese carbón, que hoy se mira con recelo por sus efectos en la salud, fue el compañero inseparable de su infancia y juventud. Un compañero oscuro, caliente, y —en teoría— nocivo. Pero don Julio tenía su propia medicina, extraída de las costumbres antioqueñas más rancias y más festivas: el aguardiente. “Me echaba un bañito de guaro”, dice, sin especificar si era más para limpiar el cuerpo o el alma. Lo cierto es que lo hacía con frecuencia, y asegura que eso le ayudó a “sacar la peste” del carbón.

Hoy, en su casa de El Carmen de Viboral, rodeado de nietos, bisnietos y tataranietos, don Julio es una especie de patriarca sabio y silencioso. No habla mucho, pero cuando lo hace deja frases que quedan rebotando en el aire. La gente del pueblo le rinde homenaje con serenatas, placas, visitas ilustres. Él, por su parte, recibe todo eso con la humildad de quien ha visto demasiadas cosas como para asombrarse por un ramo de flores o un discurso de autoridad.

El caso de don Julio no responde a ninguna fórmula, y quizás por eso resulta tan fascinante. Su longevidad no se puede empacar, vender ni replicar. No se puede convertir en plan de vida ni en contenido viral. Es, sencillamente, el resultado de haber vivido sin miedo, con dignidad, y a su propio ritmo. En un país donde todo envejece rápido —las instituciones, los sueños, las promesas—, él permanece como un testigo silencioso de lo esencial: que el tiempo, a veces, también respeta a quienes lo caminan sin afán.

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