En una denuncia que retumba como una alarma en la conciencia democrática del país, el secretario de Paz y Derechos Humanos de Medellín, Carlos Arcila, alzó su voz este martes 17 de junio para advertir públicamente lo que considera una acción deliberada de persecución política. Según afirmó, la Unidad Nacional de Protección (UNP) le notificó el desmonte total de su esquema de seguridad, dejándolo, en sus propias palabras, «a merced del peligro». El funcionario, con una trayectoria de más de dos décadas en la defensa de los derechos humanos, no dudó en responsabilizar directamente al presidente Gustavo Petro por las consecuencias que este acto pueda acarrear para su integridad.
Arcila, quien ha caminado durante años los barrios más golpeados de Medellín, acompañando a víctimas del conflicto, rechazó con firmeza la decisión tomada desde Bogotá. Para él, esta medida no puede entenderse sino como una represalia revestida de tecnicismo burocrático. “La UNP se ha convertido en un instrumento de retaliación política. Hoy somos los defensores quienes estamos en la mira, mañana será cualquiera que alce la voz”, aseguró. Y no lo dice solo por sí mismo: advierte que otros líderes sociales y opositores han vivido situaciones similares, lo que sugiere —según sus palabras— un patrón sistemático.
El secretario no se guardó nombres ni acusaciones. Apuntó de manera directa no solo al presidente Petro, sino también al director de la UNP, Augusto Rodríguez Ballesteros, a quienes responsabiliza de cualquier atentado que ponga en riesgo su vida o la de su familia. “Tanto que prometió proteger la vida, hoy hace todo lo contrario. Nos está dejando solos en medio de las amenazas, del conflicto y de la intolerancia política”, sentenció Arcila, visiblemente consternado. A su juicio, el discurso de paz del Gobierno se ve desmentido con hechos como este.
La reacción de Arcila no es solo personal. También habla en nombre de un colectivo amplio de defensores y líderes que sienten que su trabajo ha sido desprotegido y hasta criminalizado por las instancias nacionales. «Nos están apagando la voz», dijo, en un tono que recuerda a las advertencias de tantos líderes que, antes que él, denunciaron amenazas sin obtener respuesta del Estado, y terminaron silenciados por la violencia. La protección, dice, no es un privilegio, sino una herramienta mínima para continuar un trabajo que incomoda a los violentos.
En medio del proceso electoral que se avecina, las palabras del secretario resuenan con un matiz aún más inquietante. Arcila hizo referencia explícita al caso del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe, quien también habría sido blanco de medidas restrictivas por parte de la UNP. El temor de fondo es que se esté utilizando la seguridad del Estado como un dispositivo de control político, una tesis que debe ser examinada con rigor por los organismos de control y vigilancia.
Lo que hoy se vive, según Arcila, no es un hecho aislado, sino el reflejo de una descomposición institucional que mina la credibilidad del Estado ante quienes más lo necesitan. En un país donde ser líder social es casi una sentencia de muerte, el retiro de esquemas de seguridad sin justificación sólida representa más que una omisión: es una condena. “Hoy no solo me están desprotegiendo a mí —dijo—, están mandando un mensaje a todos los que defendemos la vida en los territorios: que estamos solos”.
La denuncia del secretario de Paz de Medellín no puede pasar inadvertida. Exige una respuesta institucional urgente, seria y transparente. En tiempos en que la paz se proclama desde las altas esferas del poder, pero se traiciona en los detalles cotidianos, proteger la vida de quienes trabajan por ella debería ser un mandato ineludible. De lo contrario, el costo no será solo individual: será un golpe más al ya frágil pacto democrático del país.