Daneidy Barrera Rojas, más conocida como Epa Colombia, regresó esta semana al escenario público, no por sus keratinas ni sus redes sociales, sino por una deuda con la justicia que lleva cinco años en el aire. Lo hizo con una actitud más serena que en el pasado, reconociendo su error y pidiendo una oportunidad de conciliación con el Distrito y con TransMilenio. “Que me cobren lo justo, yo dañé tres vidrios”, dijo ante el juez, en una audiencia que, más allá del cálculo económico, reabrió una discusión incómoda sobre los límites entre justicia, espectáculo y arrepentimiento real.
El caso se remonta a noviembre de 2019, en plena efervescencia del estallido social. Con martillo en mano y cámara encendida, Epa Colombia destruyó parte de la estación Molinos y lo subió a redes sociales. No solo lo hizo: también lo celebró, lo viralizó y lo convirtió en una especie de acto de rebeldía performática. Por esos hechos fue condenada a cinco años de prisión por daño en bien ajeno, perturbación del servicio público e instigación a delinquir con fines terroristas. Hoy, esa condena se encuentra suspendida, pero el proceso civil por reparación sigue su curso.
Durante la audiencia, TransMilenio presentó su cuenta: 613 millones de pesos por los daños causados. Una cifra que, según la defensa de Barrera, no corresponde a la realidad de los hechos. “Eso es como si me cobraran toda la estación”, argumentó. El debate se traslada ahora a un terreno más delicado: ¿cuánto cuesta reparar lo que fue, también, un daño simbólico? ¿Debe una persona asumir toda la carga económica de una reparación pública, incluso si ya fue condenada penalmente?
Barrera no ha negado su responsabilidad. De hecho, ha repetido, en tono conciliador, que está dispuesta a pagar, pero exige que se revise la proporcionalidad del monto exigido. Este gesto, aunque tardío, abre una oportunidad para discutir el papel que deben jugar los procesos de justicia restaurativa en casos donde el delito se mezcla con la figura pública, el arrepentimiento mediático y las nuevas formas de expresión digital.
El caso de Epa Colombia no es solo jurídico. Es también cultural. Encierra el dilema de una generación que convirtió la rabia, la protesta y hasta el vandalismo en contenido para las redes. Lo que alguna vez fue televisión sensacionalista, hoy se multiplica en Tik Tok virales, en redes donde el castigo es trending topic y el perdón se mide en likes. Y en ese nuevo ecosistema, el sistema judicial parece ir siempre un paso atrás.
La influencer, que hoy lidera un negocio millonario, insiste en que el daño fue menor. Pero la justicia debe mirar más allá del vidrio roto: debe preguntarse si en este país hay una tarifa justa para quienes promueven públicamente el deterioro del bien común. Y también si, después del castigo, hay espacio real para la reparación y la redención. Porque si no, estaremos eternamente atrapados entre la condena social y el show mediático.
El Distrito, por su parte, enfrenta su propio dilema: aceptar una conciliación que tal vez no cubra el valor simbólico del daño, o persistir en una cifra que puede parecer desproporcionada a la luz del arrepentimiento público. De nuevo, se impone una pregunta incómoda: ¿queremos justicia o venganza? ¿Buscamos reparar o exhibir?
Epa Colombia quiere cerrar este capítulo. Bogotá también. Pero la sociedad debe aprender de este caso que la justicia no solo se mide en millones, ni el perdón en discursos. Se mide, sobre todo, en la capacidad de reconocer errores y en la voluntad colectiva de que no se repitan. Porque no se trata solo de pagar por tres vidrios, sino de reparar la fractura más compleja: la que dejó una generación desencantada golpeando el sistema con un martillo en una mano… y un celular en la otra.