En el suroccidente de Medellín, donde la quebrada Altavista serpentea entre montañas y laderas pobladas por familias humildes, la emergencia no se ha ido con el agua. Este miércoles, la Alcaldía de Medellín ejecutó un nuevo operativo de demolición de viviendas en riesgo, como parte de su respuesta a la tragedia que el pasado 28 de abril arrasó con al menos siete casas y dejó a más de un centenar de personas damnificadas en el sector conocido como Mano de Dios. A pesar de los argumentos oficiales, la comunidad siente que la respuesta institucional ha sido más punitiva que solidaria.
Las imágenes del operativo —retroexcavadoras entre casas de tabla y ladrillo, niños cargando bolsas, vecinos llorando frente a escombros humeantes— reflejan el drama silencioso de quienes construyeron su vida, literalmente, al borde del abismo. Si bien es claro que muchas de estas construcciones se levantaron en zona de alto riesgo, también es cierto que durante años convivieron con la indiferencia del Estado, que nunca actuó cuando las primeras tejas se clavaron ni cuando los primeros muros se levantaron.
Desde la administración de Federico Gutiérrez se insiste en que las medidas obedecen a criterios técnicos y de prevención. La Secretaría de Medio Ambiente, en articulación con Gestión del Riesgo, lideró los desalojos amparada en un principio irrefutable: preservar la vida. “No podemos permitir que las personas sigan viviendo a un metro de una quebrada que ya demostró su capacidad destructiva”, afirmaron voceros del Distrito. Y razón no les falta. Pero la solución no puede quedarse solo en la demolición.
Según datos oficiales, se ha censado a 150 familias y se han realizado más de 500 intervenciones psicosociales dentro del programa Construye Bien. No obstante, líderes comunitarios aseguran que esas visitas no se han traducido en propuestas claras de reubicación ni en ayudas concretas. “Nos vienen, nos hablan bonito, pero no nos dicen para dónde vamos a ir”, comenta Claudia Martínez, una de las afectadas, mientras observa cómo derriban lo que fue su casa durante más de una década.
En el barrio resuena una palabra con dolor: atropello. La comunidad reconoce el riesgo en el que vive, pero reclama humanidad en el procedimiento. Algunos denuncian que las demoliciones comenzaron sin previo aviso, mientras otros aseguran que no les ofrecieron siquiera un espacio temporal donde resguardarse tras el desalojo. “Nos tratan como si fuéramos estorbo. Como si fuéramos culpables por ser pobres”, dice un habitante que prefiere no dar su nombre.
El dilema de Altavista no es nuevo ni exclusivo. Medellín arrastra una deuda histórica con miles de familias que, empujadas por la necesidad y la falta de opciones, se han asentado en zonas no aptas para la vivienda. Hoy, cuando el cambio climático y la intensificación de las lluvias hacen más frágil el equilibrio urbano, la ciudad enfrenta las consecuencias de décadas de permisividad, ausencia estatal y falta de planificación territorial.
Para que este capítulo no sea solo otra nota de emergencia en la crónica de una ciudad que vive al borde, se necesita más que retroexcavadoras. Se requiere diálogo, soluciones habitacionales reales, presencia institucional sostenida y, sobre todo, respeto por la dignidad de quienes hoy lo han perdido todo. Porque cuando una casa cae, no solo se derrumba una estructura; también se desmorona una parte de la historia personal de sus habitantes.
La quebrada Altavista seguirá allí, fluyendo entre montañas, arrastrando sedimentos y memorias. Lo que haga —o deje de hacer— la ciudad a su alrededor, definirá no solo el futuro de cientos de familias, sino también el sentido ético de su gestión urbana.