Emergencia en San Vicente Fundación: la sobreocupación que grita por un sistema de salud al borde

Otra vez el Hospital San Vicente Fundación, uno de los referentes en atención médica de alta complejidad en Medellín y en todo el país, lanza un grito de auxilio: su sala de urgencias para adultos ha alcanzado una sobreocupación del 150%, una cifra que por sí sola bastaría para encender todas las alarmas. El colapso no es un fenómeno aislado ni accidental. Es, más bien, el síntoma visible de un sistema de salud que viene acumulando presiones sin respuesta, sin red de contención y, lo más grave, sin horizonte claro.

La declaración del Estado de Emergencia Hospitalaria, emitida por la institución este miércoles a las 4:30 p.m., busca, según sus directivos, reorganizar los esfuerzos para garantizar una atención segura y responsable. Pero lo cierto es que tras esa fórmula técnica se esconde una verdad incómoda: la estructura sanitaria que sostiene la atención en urgencias se está desplomando bajo el peso de la demanda, la falta de recursos, y una planeación institucional que no ha logrado anticiparse a las necesidades reales de la población.

El comunicado del hospital no escatima en advertencias. “Este nivel de ocupación genera tiempos de espera significativamente mayores y puede afectar la oportunidad de la atención”, se lee en uno de los apartes. La traducción es sencilla: los pacientes están tardando más de lo razonable en ser atendidos, y los médicos están operando al límite, con el estrés y el desgaste físico que eso implica. Aún en medio de este panorama, el hospital reafirma su compromiso con la calidad, pero lo hace desde una trinchera desgastada por años de abandono estructural.

La emergencia en San Vicente no es un caso aislado. Es apenas una fotografía más del álbum de precariedades que enfrentan diariamente los hospitales públicos y privados en Colombia. Lo que ocurre en Medellín se repite, con distintas proporciones, en Barranquilla, Bogotá, Cali y Pasto. Las urgencias, en muchas ciudades, dejaron de ser un punto de acceso oportuno a la salud para convertirse en salas de espera eternas, donde la atención no depende de la gravedad, sino de la capacidad de aguante.

Es inevitable preguntarse qué rol juega el Estado en esta crisis que ya parece crónica. Mientras el Gobierno nacional insiste en una reforma estructural al sistema de salud —atascada entre debates legislativos y recursos judiciales—, los hospitales como San Vicente deben lidiar con una realidad que no da tregua. La inmediatez de la enfermedad no espera el ritmo de la política. Cada paciente sin camilla, cada médico con más turnos de los que puede soportar, es un recordatorio de que la salud no se resuelve con discursos ni decretos.

Más allá de las cifras y los comunicados, lo que hay es angustia. Angustia de los pacientes que, con síntomas graves, se ven obligados a esperar horas en sillas plásticas o camillas improvisadas. Angustia de los familiares que se enfrentan a un sistema saturado que ya no garantiza ni lo básico. Y angustia, también, de los trabajadores de la salud que, con vocación y esfuerzo, sostienen un sistema que pareciera haber olvidado cuidarlos a ellos también.

En el fondo, esta emergencia hospitalaria debería ser un llamado a la acción y no otro episodio más del noticiero de la crisis. Porque cada vez que una sala de urgencias colapsa, lo que colapsa no es solo una infraestructura: es la promesa de que la salud es un derecho. San Vicente Fundación alzó la voz. ¿La escuchará el país? ¿La escucharán los gobernantes? Porque no hay reforma que valga si los hospitales siguen desbordados, si el paciente sigue esperando y si el sistema sigue sordo ante la urgencia real.

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