El país no se va a acabar, pero así no se puede gobernar”: Fajardo lanza dardos a Petro y Benedetti

Sergio Fajardo ha regresado a la escena política con la determinación de quien se ha curtido en la adversidad y ha aprendido a alzar la voz en un país que vive tiempos turbulentos. Con su estilo pausado pero punzante, el candidato de Dignidad y Compromiso ha dejado atrás la imagen del matemático tímido para encarnar a un político con carácter, uno que no teme señalar lo que considera desviaciones graves en el ejercicio del poder. Su blanco más reciente: la influencia que ejerce Armando Benedetti en el Gobierno Petro. “Ahí está Benedetti de copresidente de Colombia, para mí es una vergüenza”, lanza sin titubeos, en medio del inicio de una campaña en la que parte como favorito, según las encuestas.

Fajardo, exalcalde de Medellín y exgobernador de Antioquia, habla como quien lleva años acumulando frustraciones por la forma en que se ha gobernado el país. Y aunque su tono no pierde la cortesía que lo caracteriza, sus palabras hoy son más filosas. Dice estar viviendo una segunda vida política, con una energía renovada, más desparpajo y claridad sobre lo que está en juego: “Cuando sea presidente tendré 70 años, pero la edad no se nota cuando uno cree profundamente en lo que hace”. Y lo que él cree, repite, es en una forma distinta de hacer política, alejada del clientelismo, la improvisación y los pactos turbios.

Su crítica a Benedetti es más que un comentario personal. Es, para Fajardo, un síntoma de lo que considera un gobierno errático, atrapado en contradicciones y figuras que, lejos de inspirar confianza, acrecientan el malestar ciudadano. “No puede ser que una persona con semejantes cuestionamientos tenga semejante poder dentro del Ejecutivo”, insiste, visiblemente incómodo con la presencia del exembajador en el círculo cercano del presidente. Para Fajardo, esto no solo desdice del discurso de cambio que enarboló Petro, sino que contribuye a la desazón que siente buena parte del país.

Y es que, según él, esa desazón es palpable. “He recorrido Colombia, he escuchado a la gente. Hay miedo, rabia, incertidumbre. Colombia está amarga, y Petro tiene que ver con esa amargura”, asegura. Lejos de caer en lugares comunes, Fajardo traza un diagnóstico emocional del país. Habla de un pueblo cálido y resiliente, pero que se siente agobiado por una polarización permanente, por marchas constantes, por promesas que no se concretan. Y, sin perder la esperanza, afirma con convicción que el país no está perdido, que aún es posible construir una ruta de entendimiento.

Para ello propone un gobierno que convoque a todos los sectores, sin vetos ideológicos, un liderazgo que escuche y traduzca el malestar en acuerdos y transformaciones reales. En sus palabras, el país necesita “un presidente que no agite sino que serene, que no grite sino que dialogue”. Y si bien no menciona directamente a Petro como un agitador, el contraste con su propia propuesta es evidente. La suya es una apuesta por el consenso, por la institucionalidad y por una política que no dependa de las emociones desbordadas sino de la inteligencia colectiva.

Fajardo no oculta que este puede ser el momento más desafiante de su carrera. Dice que el 2026 será el año del gobierno más difícil de la historia reciente, y que, por eso mismo, se siente llamado a asumir el reto. “Este es un capítulo inédito para nuestra generación. No podemos darnos el lujo de equivocarnos otra vez”, concluye. Y en ese tono se despide, no como un candidato más, sino como un ciudadano que ha esperado un cuarto de siglo para llegar hasta aquí.

En este nuevo Fajardo hay experiencia, hay cicatrices, pero también hay una esperanza que no suena ingenua sino meditada. Y aunque la contienda apenas comienza, ya ha dejado claro que no está dispuesto a callar frente a lo que considera un deterioro del poder y de sus símbolos. Lo dijo sin rodeos: tener a Benedetti como figura influyente en la Casa de Nariño es, para él, una vergüenza nacional. Y en tiempos en que el país necesita voces firmes, la suya resuena con una claridad que hacía tiempo no se le escuchaba.

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