Durante décadas, Antioquia ha sido testigo de cómo su geografía indómita cobra vidas sin previo aviso. Montañas que se desploman, quebradas que rugen con furia, suelos que ceden como si tuvieran sed de justicia. Y, sin embargo, lo que a menudo se etiqueta como «desastre natural» carga consigo una historia de advertencias ignoradas. Porque en Antioquia, como en tantos otros rincones del país, lo natural es el olvido.
Un dato que estremece: uno de cada tres movimientos en masa registrados históricamente en Colombia ha ocurrido en este departamento. Más de 3.000 vidas se han perdido, muchas de ellas en zonas donde se sabía —sí, se sabía— que el riesgo era inminente. Desde el sistema de fallas del Romeral hasta los cursos inestables del río Cauca y sus afluentes, los signos eran evidentes. Lo eran también las recomendaciones, los estudios técnicos y los mapas de amenaza. Pero en el país de los diagnósticos sin tratamiento, la prevención se ha escrito, más que practicado.
La tragedia de Salgar en 2015 dejó una cicatriz abierta. Un domingo de mayo, la quebrada La Liboriana se desbordó con una violencia que ningún modelo meteorológico anticipó, aunque muchos documentos habían advertido del peligro. 104 personas murieron, 10 desaparecieron, 500 quedaron damnificadas. El agua se llevó casas, sueños y certezas. Lo más doloroso: no era un evento impredecible. Estaba anunciado, descrito y subrayado en el Plan de Desarrollo municipal tres años antes.
En este contexto de repetición trágica, Antioquia intenta ahora una nueva ruta: prevenir con inteligencia artificial. El anuncio parece sacado de un laboratorio futurista, pero es una apuesta concreta. Se trata de un sistema que analizará datos geológicos, hidrológicos y climáticos en tiempo real para detectar patrones, anticipar riesgos y, sobre todo, evitar muertes. No sustituye al juicio humano, pero lo complementa. No es una cura mágica, pero sí una herramienta poderosa cuando se combina con voluntad política.
¿Puede una red de sensores, algoritmos y modelos predictivos hacer lo que no han hecho las alertas sociales ni los informes técnicos? La esperanza está en que sí. Porque si algo puede aportar la inteligencia artificial a este rompecabezas es su capacidad para aprender de cada error, de cada grieta, de cada gota que cae donde no debería. Si la naturaleza repite sus ciclos, la tecnología puede —y debe— interrumpir la cadena mortal.
Pero ninguna máquina podrá sustituir la responsabilidad del Estado ni la conciencia ciudadana. Prevenir no es solo predecir, es actuar a tiempo. Reasentar comunidades, ordenar el uso del suelo, restaurar ecosistemas degradados y escuchar a los científicos no puede seguir siendo opcional. Porque la IA podrá decirnos cuándo lloverá y cuánto, pero no podrá mover a una comunidad si nadie toma la decisión de hacerlo.
La memoria de la Liboriana, como la de Calderas o Mocoa, no puede reducirse a efemérides tristes. Debería ser el punto de partida de una cultura de gestión del riesgo que no se limite a reaccionar, sino que transforme la manera en que habitamos el territorio. Si la tierra grita, la tecnología puede traducir su lenguaje. Pero solo si estamos dispuestos a escuchar.
Quizá estemos al borde de una nueva etapa. Una donde la información no solo circule, sino que se use. Donde la tragedia no se normalice. Dónde Antioquia deje de figurar como epicentro del luto y empiece a ser modelo de prevención. Que la próxima vez que la montaña tiemble, lo haga sin llevarse otra historia que sabíamos, pero no quisimos cambiar.