La industria textil en Colombia, otrora símbolo del empuje empresarial y orgullo de tradición manufacturera, enfrenta hoy un colapso anunciado. Las razones son múltiples y complejas, pero convergen en una realidad: el modelo actual ha dejado de ser sostenible. Protela, uno de los nombres más emblemáticos del sector, ha solicitado ante la Superintendencia de Sociedades un proceso de reorganización empresarial, en un intento por evitar el naufragio total. Su caso no es aislado. Es, más bien, la última puntada de una desgarradura que ya tiene múltiples hilos sueltos.
Fabricato, la gigante con más de un siglo de historia, lleva meses navegando en aguas turbulentas. Textilia, con ochenta años en los telares nacionales, también tambalea. Y Everfit, que fuera símbolo de innovación textil en su momento, acaba de presentar solicitud de liquidación judicial. La lista no se detiene allí. Con cada nuevo nombre que se suma a la debacle, la pregunta que retumba en la industria es la misma: ¿quién será el siguiente?
La tormenta tiene nombre y apellido. Por un lado, los aranceles que encarecen la importación de insumos clave —como hilos, fibras, colorantes y maquinaria— afectan directamente los costos de producción. Por otro, plataformas como Temu y otras del universo de la “moda rápida” han roto las fronteras comerciales con su eficiencia implacable: precios bajos, entregas veloces y un catálogo que se renueva con la voracidad del algoritmo. En este nuevo tablero, las textileras colombianas parecen jugar una partida sin fichas.
Más allá de la competencia desleal o los costos impositivos, lo que se enfrenta es un desfase estructural. Las fábricas criollas, diseñadas para otra época y otro mercado, intentan sobrevivir en un entorno que exige velocidad, flexibilidad y escalas globales. La producción local, aún marcada por procesos manuales y márgenes mínimos, simplemente no puede competir con la dinámica industrial de Asia, donde el respaldo gubernamental y las economías de escala hacen la diferencia.
Las cifras que corren en los pasillos de la Cámara Colombiana de la Confección y la Asociación Nacional de Industriales Textiles hablan por sí solas. La caída en ventas, el aumento en despidos y el cierre paulatino de plantas evidencian que el problema no es coyuntural: es estructural. Cada vez más empresas optan por acogerse a la Ley 1116, como último salvavidas antes del abismo. Pero ni siquiera ese proceso garantiza la permanencia en el mercado. La reorganización, muchas veces, es apenas una antesala decorosa de la liquidación.
Mientras tanto, las voces de auxilio del sector parecen perderse en la maraña de intereses políticos y en una política industrial que no termina de entender que sin textil no hay confección, y sin confección, se esfuma una parte esencial del tejido social y económico del país. Cientos de empleos, en su mayoría femeninos y rurales, dependen de una industria que agoniza en silencio, entre rollos de tela que nadie compra y máquinas que ya no suenan.
Quizás no sea demasiado tarde. Pero el tiempo corre. Colombia, país de hilos y costuras, de creatividad en aguja y resistencia de tela, debe decidir si su industria textil será un recuerdo en los libros de historia o si aún hay voluntad para remendar el futuro. Porque no es solo Protela la que se tambalea. Es todo un sector que se enfrenta, sin red, a una caída que puede ser definitiva.