En un giro que marca un antes y un después en la política fiscal y energética del país, el Gobierno Nacional ha anunciado el inicio del desmonte del subsidio al diésel —conocido técnicamente como ACPM— para vehículos particulares, oficiales, diplomáticos y otros considerados suntuarios. La medida, impulsada por los ministerios de Minas y Energía y de Hacienda, busca alinear el precio del combustible con los valores internacionales, cerrando así una puerta que por años benefició, en palabras del Ejecutivo, a quienes menos lo necesitaban. El decreto que lo regula, aún en versión preliminar, está abierto a comentarios del público hasta el 2 de agosto.
El anuncio llega con una narrativa clara: justicia fiscal y ambiental. Así lo resumió el ministro de Minas y Energía, Edwin Palma Egea, al señalar que no es admisible que los recursos del Presupuesto General de la Nación —recursos de todos, pero especialmente de los más vulnerables— sigan financiando el combustible de camionetas blindadas, vehículos diplomáticos o cuatrimotos que nada tienen que ver con la economía popular. “No tiene sentido subsidiar el lujo con dinero del pueblo”, sentenció Palma en una declaración que marca un tono decididamente reformista.
El decreto en cuestión modifica el Decreto 1068 de 2015, una de las piedras angulares de la regulación del mercado de combustibles en Colombia. Con ello, el Gobierno pretende desmontar de manera gradual el Mecanismo de Estabilización de Precios de los Combustibles (MEPC) para estos segmentos vehiculares, trasladando así el costo real del diésel a quienes, según el Ejecutivo, tienen la capacidad de pagarlo. El ajuste se aplicará en principio en 13 ciudades capitales del país, en un piloto que buscará medir impactos y corregir distorsiones antes de una implementación nacional.
No se trata, sin embargo, de una operación sencilla. La medida exigirá el desarrollo de controles tecnológicos rigurosos para evitar lo que el ministro llamó “trampas” en el sistema. Esto implica, entre otros, un mayor control sobre los puntos de venta de combustible, el monitoreo de matrículas vehiculares asociadas al beneficio, y un trabajo coordinado entre autoridades locales, estaciones de servicio y entidades de control fiscal. La vigilancia será clave, pues el desmonte de subsidios en otros sectores ha estado plagado históricamente de filtraciones e irregularidades.
Pero el anuncio también abre un debate más profundo, no solo sobre el uso del diésel, sino sobre el modelo de subsidios que ha imperado en Colombia por décadas. ¿Hasta qué punto es legítimo que recursos públicos favorezcan a quienes tienen mayor poder adquisitivo? ¿No es más equitativo redirigir esos recursos hacia sectores como el transporte público, la infraestructura social o la transición energética? Son preguntas incómodas, pero necesarias, que esta medida pone de nuevo sobre la mesa.
Desde luego, la reacción no se hará esperar. Sectores diplomáticos, altos funcionarios y particulares con vehículos de alta gama podrían argumentar que la medida es discriminatoria o que genera inseguridad jurídica. Algunos alcaldes de las ciudades piloto, por su parte, podrían expresar dudas sobre la logística de implementación. Pero el Gobierno parece decidido a sostener su narrativa: la equidad no puede seguir postergándose por intereses particulares. “Es una decisión difícil, pero justa”, reiteran desde el alto Gobierno.
Colombia, entonces, entra en una nueva fase de su política de subsidios, una que apuesta por la transparencia del gasto público y la sostenibilidad ambiental como ejes rectores. No será un camino libre de obstáculos, pero quizá estemos frente a un paso necesario hacia una fiscalidad más honesta y una economía menos desigual. El fin del diésel subsidiado para los privilegiados no es solo una decisión administrativa: es un acto simbólico de reordenamiento moral del gasto estatal.