En la arena política colombiana, donde la confrontación verbal ha reemplazado a los debates serenos, el presidente Gustavo Petro ha elevado su cuenta de X (antes Twitter) al rango de púlpito incendiario. La reciente denuncia penal por hostigamiento, interpuesta en su contra ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, no solo es un capítulo más en la tensa relación entre el mandatario y sus opositores, sino una señal preocupante sobre los límites difusos entre la libertad de expresión presidencial y la violencia simbólica desde el poder. Los 43 trinos dirigidos a Miguel Uribe Turbay, particularmente el último publicado el 5 de junio, son el epicentro de una controversia que hoy se mezcla con tragedia.
Ese último mensaje –cargado de una acusación tan histórica como imprecisa– hacía alusión directa al abuelo del senador, el expresidente Julio César Turbay Ayala, vinculándolo con la tortura de “10.000 colombianos”. La cifra no está respaldada por ningún informe oficial ni decisión judicial, y sin embargo fue lanzada desde la más alta magistratura del país. El mensaje, visible aún en su perfil, alcanzó una audiencia de más de dos millones de usuarios. Pocas palabras, mucha pólvora. Dos días después, el país quedaba perplejo ante el atentado que dejó a Uribe Turbay en estado crítico, baleado por un joven de 15 años en un mitin político en Bogotá.
No hay, por supuesto, evidencia que vincule de forma directa el trino con el intento de magnicidio. Pero el contexto es tan espeso que resulta imposible pasar por alto el poder inflamable del lenguaje en tiempos de fractura institucional. El senador había sido uno de los más férreos opositores a la iniciativa gubernamental de convocar una consulta popular por decreto, y su tono –desafiante, sí, pero legítimo en el marco de la democracia– le valió una andanada de ataques por parte del presidente. Petro, lejos de desescalar la tensión, optó por la confrontación directa, con 43 trinos que más que responder ideas, lanzaban dardos personales.
Desde el atentado, la política ha entrado en un compás de duelo y de recriminación. Cuatro personas están detenidas, la Fiscalía busca a los autores intelectuales y la familia Uribe Turbay mantiene una vigilia silenciosa a las afueras de la Clínica Santa Fe. Pero mientras la justicia intenta desentrañar los móviles del ataque, el abogado Víctor Mosquera Marín, apoderado de la familia, ha decidido abrir una nueva batalla jurídica: denunciar al presidente por hostigamiento, una figura poco común en la cumbre del poder, pero que hoy se vuelve parte del expediente.
El problema no es nuevo, pero sí más grave: ¿puede el presidente usar su altavoz digital para azuzar el debate político sin asumir responsabilidad por sus consecuencias? ¿Dónde termina la crítica política y comienza la intimidación institucional? En un país donde las palabras también matan, la responsabilidad presidencial no puede medirse solo por la intención, sino por el efecto. Y cuando el discurso se lanza desde la cima del Estado, cada palabra tiene el peso de una bala.
Gustavo Petro, quien llegó al poder con una narrativa de reparación y justicia, se encuentra ahora bajo el reflector por una conducta que muchos consideran lesiva para los principios que él mismo prometió defender. No es la primera vez que usa las redes como lanza, pero sí la primera en que una de sus víctimas políticas termina entre la vida y la muerte. El silencio presidencial tras el atentado ha sido notorio: ni una condena explícita, ni una muestra de empatía. Solo más ruido.
Lo que está en juego aquí no es únicamente la situación jurídica del presidente, sino la salud democrática del país. El lenguaje político no puede ser un campo de batalla sin reglas. Y mientras Miguel Uribe lucha por su vida, la política colombiana debería preguntarse si este es el tono que quiere para los años por venir. Porque las redes son libres, sí, pero cuando se tuitea desde la Casa de Nariño, ningún mensaje es inocente.