El conmovedor adiós final que le dio Colombia a Miguel Uribe Turbay

Colombia volvió a mirarse en el espejo de sus tragedias. Aquel que siempre ha estado allí, empañado por la costumbre de la violencia, por la memoria adormecida y por la historia que insiste en repetirse. Treinta años después de los magnicidios que estremecieron al país, el ataúd de Miguel Uribe Turbay, cubierto con la bandera tricolor, volvió a recorrer los pasillos solemnes del Capitolio Nacional, la imponente Catedral Primada y las calles mojadas de Bogotá. Esta vez, no era una figura lejana de los libros de historia. Era el hijo, el esposo, el padre, el político que soñaba con una Colombia distinta y que terminó siendo una víctima más de la violencia que nunca se ha ido.

El eco de los tambores de la Guardia Presidencial marcó el compás fúnebre de una ceremonia que parecía salida del pasado. El reloj histórico de la Catedral, testigo mudo de otras despedidas ilustres, volvió a detenerse ante la barbarie. Las calles del centro de Bogotá, usualmente caóticas, se recogieron en un silencio que dolía. La ciudad, que tantas veces lo vio caminar con propuestas, con discursos, con convicción, ahora lo despedía con lágrimas y un nudo en la garganta. En la Plaza de Bolívar, una pantalla gigante transmitía la misa. La lluvia, que había caído sin tregua durante la mañana, se detuvo como si el cielo también se negara a interrumpir el último adiós.

Dentro del templo, María Claudia Tarazona sostenía en sus brazos al pequeño Alejandro. El niño, con el cabello desordenado y la sonrisa viva de su padre, se convirtió en el símbolo más doloroso de este drama nacional. Caminó hacia el féretro y, con la inocencia intacta de los cuatro años, dejó caer una rosa sobre la madera. La levantó, la volvió a poner. Como si supiera —sin entenderlo del todo— que el país entero observaba ese gesto como un mensaje: la historia nos está repitiendo la lección que nunca aprendimos.

“Sabemos de dónde viene la violencia, sabemos quién la promueve, sabemos quién la permite”, dijo Miguel Uribe Londoño, su padre, con una voz quebrada pero firme. Sus palabras retumbaron no solo en los muros centenarios de la Catedral sino en el alma colectiva del país. “No más, no más, no más”, repitió, y esa frase se convirtió en un grito contenido que miles de colombianos llevan años guardando. Un grito que vuelve cada vez que la muerte se ensaña con quienes quieren cambiar el rumbo de esta nación.

La Orquesta Filarmónica de Bogotá, con su interpretación estremecedora del Gloria de Vivaldi, le puso banda sonora al duelo. No era un acto político, aunque todo en él tenía un peso político inevitable. Era, más bien, un rito nacional de duelo, un nuevo intento de reconciliación con el pasado, una súplica para que el país no vuelva a enterrar a sus líderes antes de tiempo. A las afueras de la Catedral, miles de personas coreaban su nombre, como si negarse a olvidarlo fuera una forma de resistencia.

En la última parada, el Cementerio Central, donde reposan tantos otros mártires de la patria, Miguel Uribe Turbay fue recibido con honores. Pero también con el peso de una pregunta que Colombia aún no ha podido responder: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que el odio, el miedo y la impunidad sigan dictando nuestro destino? El país que él soñó no era este. Era uno en el que los hijos pudieran crecer sin temer el precio de sus apellidos, donde las ideas no se pagarán con sangre, donde la política no fuera una sentencia de muerte.

Colombia lo despidió entre lágrimas, cantos y promesas. Pero lo que venga después dependerá de si esta vez el país decide despertar. Porque ya no basta con enterrar a nuestros muertos con honores. Ya no basta con las lágrimas ni los discursos. Miguel Uribe Turbay merece un legado que no sea solo su recuerdo. Merece una Colombia que al fin diga: no más. Y que esta vez, lo diga de verdad.

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