El Castillo Prado: la joya de fachada inolvidable que quiere encender el corazón cultural de Medellín

En el corazón de Prado Centro, uno de los barrios con más historia de Medellín, se erige una casona que parece sacada de otra época. Con una fachada majestuosa, una torre que se roba todas las miradas y un aire señorial que resiste al tiempo, el Castillo Prado ha pasado de ser un secreto a voces a convertirse en uno de los lugares más fotografiados de la ciudad. Desde septiembre, esta edificación casi centenaria abrió sus puertas al público como un nuevo centro de eventos, arte y cultura, con una misión clara: devolverle vida, sentido y valor al centro que Medellín dejó atrás.

Solo basta escribir “#Castillo Prado” en Instagram para comprobar su magnetismo visual. Jóvenes posando con su mejor ángulo, campañas de moda que lo usan como fondo de lujo, turistas y locales buscando esa imagen que combine historia, misterio y belleza. La casa se volvió una celebridad sin proponérselo. “Fue la gente la que la bautizó así, como el castillo de Prado”, cuenta Carlos Holguín, uno de sus propietarios, que al principio encontraba el nombre un poco grandilocuente, pero terminó por abrazarlo. “Uno no puede pelear con el cariño de la ciudad”, dice.

Carlos tiene su propia historia de exilio y regreso. Es uno de esos tantos colombianos que, por el conflicto de los años 90, salieron del país buscando refugio y oportunidades. Vivió en Nueva York, donde estudió cine, pero asegura que su verdadera profesión fue ser inmigrante. “Cuando uno vive así, en tránsito constante, empieza a entender que los lugares solo se sienten propios cuando uno les encuentra alma”. Ese proceso lo trajo de nuevo a Medellín, con la firme idea de que el arte y la cultura eran las herramientas ideales para reconciliarse con su origen.

Cuando volvió, se obsesionó con caminar Prado, con entender por qué Medellín, a diferencia de tantas otras ciudades del mundo, había abandonado su centro. «En otras partes, el centro es el corazón urbano, el epicentro del valor cultural, histórico, social. Aquí no. Aquí se dejó a su suerte», reflexiona. Su deseo fue entonces claro: habitar ese centro olvidado, darle nueva vida sin desplazar, sin imponer, sino desde lo simbólico, lo colectivo, lo cultural.

El Castillo, con sus techos inclinados, sus vitrales, su torreón, parecía el lugar ideal para ese propósito. Pero más allá de su valor estético, Holguín entendió que el verdadero poder del sitio era su capacidad de convocar. Hoy, esa vieja casa es punto de encuentro para cineclubes, exposiciones, talleres, conversatorios, y pronto también para mercados culturales y residencias artísticas. Se trata de construir un espacio vivo, vibrante, que sea refugio y laboratorio, y que además genere conversación sobre el patrimonio.

El proyecto no busca restaurar desde la nostalgia, sino resignificar desde lo contemporáneo. «Queremos que la gente vuelva a mirar al centro, no como ruina ni como amenaza, sino como posibilidad», dice Holguín. Para él, la cultura no es un adorno, sino un acto político, una forma de disputar el relato de la ciudad. En ese sentido, el Castillo Prado se convierte en una especie de faro: no uno que alumbra desde las alturas, sino uno que se construye desde abajo, desde las redes de vecinos, artistas, gestores y soñadores.

Ya empiezan a verse los frutos: colectivos de arte callejero han intervenido los alrededores con murales; vecinos que por años veían el lugar como una ruina inalcanzable, ahora se acercan curiosos; y visitantes de otros barrios llegan a descubrir qué es eso que tanto aparece en redes. Lo digital, en este caso, no ha sido un fin, sino un puente para conectar realidades. De la selfie a la sinfonía, del retrato a la conversación.

El Prado, como barrio, guarda cicatrices y secretos. El Castillo, como símbolo, quiere ser más que un bello fondo: quiere encender el alma cultural de Medellín, invitar a regresar al centro no por nostalgia, sino por futuro. Y en ese camino, lo más importante no es la casa en sí, sino la comunidad que se empieza a tejer alrededor. Una casa, al fin y al cabo, no vale por sus muros, sino por las historias que logra contener.

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