En un año marcado por la turbulencia política, el gobierno de Gustavo Petro se convirtió en el epicentro de un inédito vértigo noticioso. Mientras los escándalos de corrupción y manejo irregular de recursos públicos se multiplicaban, las estrategias de distracción y propaganda del mandatario definieron el ritmo de un país que, como en la obra de Gabriel García Márquez, parece estar atrapado en una nueva «peste del insomnio», esta vez provocada por una avalancha constante de globos, acusaciones y tácticas de victimización.
El 2024 quedará en la memoria de los colombianos como el año en que el gobierno convirtió las cortinas de humo en su principal política de Estado. Desde propuestas extravagantes como la construcción de un tren bala en La Guajira hasta anuncios sobre cambios irrelevantes en el escudo nacional, Gustavo Petro encontró en la polémica una herramienta eficaz para redirigir la atención de la ciudadanía mientras se desmoronaba la confianza en sus políticas y en su equipo de gobierno.
Uno de los episodios más sonados fue el escándalo de los contratos en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), donde recursos destinados a los sectores más vulnerables terminaron en manos de políticos y contratistas. Desde carrotanques en La Guajira con sobrecostos exorbitantes hasta campañas políticas financiadas con fondos públicos, el caso se convirtió en un símbolo de la contradicción entre el discurso progresista del presidente y la cruda realidad de su administración.
Paralelamente, Petro utilizó el lenguaje como un arma política, con discursos plagados de acusaciones infundadas hacia sectores clave de la sociedad. Empresarios, campesinos, gremios y figuras públicas fueron blanco de señalamientos que, aunque carecían de pruebas, lograron movilizar emociones y desviar el foco de atención. Esta estrategia, reminiscentemente similar a las tácticas de Ernesto Samper durante el proceso 8.000, no solo encendió las redes sociales, sino que reforzó la polarización del país.
Quizás la táctica más efectiva y recurrente de Petro durante este año fue el recurso del «golpe de Estado». Desde investigaciones de órganos de control hasta decisiones del Consejo Nacional Electoral, todo se convirtió en un supuesto complot para derrocarlo. Aunque estas denuncias carecen de sustento, lograron posicionar al mandatario como una víctima del sistema y sembrar dudas en el panorama internacional, desdibujando la realidad de un gobierno bajo escrutinio por presuntos actos de corrupción y violaciones de la norma.
Otro punto crítico fue la denuncia sobre la creación de un ejército de «influenciadores» pagados con recursos públicos para amplificar las voces oficialistas y atacar a los críticos del gobierno. Desde contratos opacos en entidades como RTVC y el Ministerio de Cultura hasta el uso de tácticas de acoso en redes sociales, estas acciones evidenciaron un esfuerzo sistemático por controlar la narrativa pública a toda costa.
Colombia cerrará el 2024 con un balance amargo: un gobierno que, lejos de consolidar las reformas prometidas, parece haber encontrado en la propaganda una fórmula para sobrevivir políticamente. Sin embargo, los escándalos, como el de la UNGRD, la financiación irregular de la campaña presidencial y los favores a megacontratistas, continúan dejando al descubierto una realidad difícil de ignorar: el país no solo enfrenta una crisis de credibilidad en sus instituciones, sino también un desafío profundo en su capacidad para diferenciar entre el ruido y los hechos.