En medio de un país acostumbrado a convivir con revelaciones inquietantes, un nuevo capítulo vuelve a estremecer las instituciones. Fuentes investigativas y documentos en manos de la Fiscalía desde hace más de un año apuntan a un vínculo insospechado entre las disidencias de las FARC, comandadas por alias Calarcá, y altos funcionarios del Estado colombiano. Pese a la gravedad de los indicios, el ente acusador no ha dado pasos decisivos para esclarecer los hechos.
Los hallazgos, contenidos en equipos electrónicos incautados y reforzados por testimonios de integrantes del grupo armado ilegal, delinean un escenario incómodo: la presunta colaboración del general Juan Miguel Huertas, jefe de comando de personal del Ejército, con estructuras disidentes que continúan operando en distintos territorios del país. A esta figura se suma la de Wilmar Mejía, funcionario de alto rango dentro de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI).
La investigación, adelantada por la Unidad Investigativa de Noticias Caracol, sugiere que el alcance de estas conexiones podría ser mucho más profundo de lo que hasta ahora se conoce. Los documentos técnicos, cuya autenticidad ha sido verificada, pondrían en evidencia un canal clandestino de comunicación entre agentes del Estado y mandos guerrilleros que operan al margen de la ley.
Según lo relatado por una de las cabezas visibles de las disidencias entrevistadas por ese medio, tanto el general Huertas como Mejía habrían actuado como enlaces discretos para facilitar contactos e intercambios entre ambas orillas. Las declaraciones, acompañadas de registros digitales, impulsan la versión de que el puente se mantuvo activo durante varios meses.
Las implicaciones institucionales se tornan aún más delicadas cuando las fuentes consultadas aseguran que se habrían utilizado vehículos oficiales para movilizar a miembros del grupo armado sin que las autoridades territoriales pudieran advertirlo. De confirmarse, este hecho configuraría uno de los mayores episodios de infiltración en una entidad estatal durante este gobierno.
Mientras tanto, la Fiscalía mantiene un silencio que para algunos sectores resulta desconcertante. Aunque posee en su poder material probatorio robusto —desde chats encriptados hasta rutas y registros de desplazamientos— no ha emprendido acciones formales que permitan esclarecer responsabilidades o desvirtuar las acusaciones.
Este vacío de actuación no solo alimenta la incertidumbre, sino que también abre la puerta a interpretaciones políticas sobre la manera en que se maneja la inteligencia del Estado. En un país donde la confianza institucional suele pender de un hilo, la ausencia de respuestas oficiales amplifica la sensación de vulnerabilidad.
A la espera de que la Fiscalía rompa su silencio, el país sigue atento a un caso que podría reconfigurar el mapa de la seguridad nacional. Las preguntas siguen creciendo: ¿hubo infiltración real o se trata de un entramado de manipulaciones? ¿Quiénes sabían y hasta dónde llegaba la red? Por ahora, las respuestas permanecen en las sombras, pero el eco de la revelación ya retumba en los más altos despachos del poder.












