Un mes después del asesinato del senador Miguel Uribe Turbay, su viuda, María Claudia Tarazona, rompió el silencio con un testimonio cargado de dolor, pero también de determinación política. Por primera vez desde el crimen, que sacudió los cimientos del Congreso y conmocionó al país, Tarazona habló públicamente. Lo hizo sin eufemismos, con una claridad emocional que pocas veces se ve en la escena política nacional, y sus palabras, más que declaraciones, son una denuncia desde el abismo íntimo de la pérdida.
“Descarado. No tengo nada más que decir”. Con esa frase seca, afilada, se refirió al presidente Gustavo Petro, al ser consultada sobre qué le diría al mandatario tras el crimen de su esposo. Esa sola palabra bastó para resumir el rechazo que siente hacia el jefe de Estado, a quien responsabiliza, si no directamente por la tragedia, sí por la atmósfera política que la precedió. En su relato hay un trasfondo de abandono, de falta de solidaridad, pero también una crítica a lo que considera un gesto de oportunismo o, incluso, de cinismo institucional.
Tarazona también reveló que su familia solicitó expresamente que ni el presidente ni ningún funcionario de su gobierno asistiera a las exequias. Una decisión que, según ella, se tomó con absoluta convicción. “No quería la compañía de Petro ni de ninguno de sus aliados en la catedral de un ser tan magnífico como Miguel, con gente tan deshonrosa como ellos”, sentenció. Fue, más allá del duelo, una forma de proteger la memoria del senador y de rechazar cualquier gesto simbólico que pudiera interpretarse como condescendencia política.
Pero la crítica no se detuvo en el gobierno. María Claudia Tarazona también dirigió sus palabras hacia un sector de la oposición, y en particular hacia la senadora María Fernanda Cabal. “Me amenaza con miedo a que yo me meta en la política”, denunció, sugiriendo una actitud de intimidación velada por parte de la congresista, quien paradójicamente milita en la misma línea ideológica que Uribe Turbay defendía. Con esa acusación, Tarazona pone en evidencia que el vacío institucional que siguió al crimen de su esposo no se limita a un solo bando político.
Las palabras de la viuda exponen un clima de hostilidad política que no ha dado tregua ni siquiera en medio del duelo. Su testimonio refleja una fractura profunda: no solo entre el oficialismo y la oposición, sino también entre los que dicen compartir banderas, pero que, según ella, no estuvieron a la altura del momento. La muerte de Miguel Uribe no solo dejó una silla vacía en el Senado, sino una herida abierta en la forma como el poder se relaciona con el dolor humano.
María Claudia Tarazona no se presenta como víctima silenciosa. Su aparición pública tiene el tono de una advertencia: no está dispuesta a callar, ni a permitir que la memoria de su esposo sea usada como moneda en el juego político. En su voz hay más que duelo: hay una voluntad incipiente de asumir un rol activo, quizás incluso público, algo que insinúa cuando denuncia los intentos de disuadir de entrar en la política. Y en ese gesto se dibuja, también, la posibilidad de un relevo simbólico: del luto al liderazgo.
Lo ocurrido con la familia Uribe Turbay deja al país ante una dolorosa reflexión sobre los límites de la confrontación política. Cuando la tragedia golpea de manera tan brutal, ¿es posible que la institucionalidad responda con humanidad? ¿O está tan enfrascada en sus propias guerras que incluso la muerte de uno de sus miembros se vuelve apenas un episodio más en la disputa ideológica? Las palabras de Tarazona no cierran una herida: la abren con más fuerza. Pero también nos invitan a no acostumbrarnos al silencio de las víctimas.