Dolor bajo la tierra: ya son 13 los muertos por el deslizamiento en El Pinar de Bello

La tierra sigue hablando en El Pinar de Bello, y lo hace con una voz grave, trágica. Este miércoles 25 de junio, al caer la tarde, los organismos de socorro recuperaron otros dos cuerpos sin vida entre los escombros de la montaña que se vino abajo en la vereda Granizal. Con ellos, la cifra de víctimas mortales asciende a 13. No hay consuelo para las familias que aún esperan noticias de los 12 desaparecidos, ni para una comunidad que, desde hace días, vive entre el lodo, el luto y la incertidumbre.

La emergencia comenzó el pasado fin de semana, cuando las lluvias intensas —que no dieron tregua durante días— saturaron los suelos de la zona nororiental de Bello, Antioquia. La tragedia se desató con el estruendo de la montaña colapsando sobre las humildes viviendas del barrio El Pinar. En cuestión de minutos, todo fue caos: calles cubiertas de barro, techos desgajados, gritos de auxilio, cuerpos atrapados bajo toneladas de tierra. Desde entonces, los socorristas no han cesado en su labor titánica de remover escombros en busca de vida, o al menos de respuestas.

La Alcaldía de Bello, en articulación con el Dagran, la Gobernación de Antioquia, el Ejército, la Policía, los bomberos y diversas secretarías municipales, mantiene el despliegue de recursos humanos y técnicos. Con cada jornada que avanza, las esperanzas menguan, pero no se rinden. Mientras tanto, 971 personas desplazadas por el desastre reciben atención en cinco albergues habilitados por la administración local. Allí, entre frazadas, raciones de comida y lágrimas silenciosas, intentan reconstruir un mínimo de dignidad sobre los restos de su mundo perdido.

Los registros oficiales son claros en su dimensión humana: la I.E. Fe y Alegría acoge a 400 damnificados; en el albergue Ancla hay 191; la JAC Regalo de Dios protege a 160 más; la I.E. Didascalio resguarda a otros 144; y en la Casa Bethania hay 76 personas esperando poder volver, algún día, a un hogar que ya no existe. Todos estos espacios cuentan con equipos psicosociales, trabajadores sociales y personal médico. Pero lo que más se necesita —y eso lo saben los rostros en esos refugios— es consuelo, algo que no puede empacarse ni distribuirse en bolsas humanitarias.

No son cifras, son nombres, historias, familias truncadas. Cada víctima rescatada bajo la tierra se convierte en un símbolo de lo que esta tragedia ha arrebatado. En los pasillos improvisados de los albergues, las conversaciones giran en torno a los desaparecidos: hijos, madres, vecinos, amigos. El clima amenaza con nuevas lluvias, y con ellas crece el temor de que el desastre aún no haya terminado. Pero también se respira una silenciosa resistencia, la terquedad de los vivos que insisten en sostenerse, aun cuando todo se derrumba.

Este desastre pone otra vez sobre la mesa la crudeza de la desigualdad urbana. Granizal y El Pinar son territorios marcados por la informalidad, la precariedad, el abandono institucional de años. El riesgo no era nuevo, ni tampoco invisible. La tragedia, dicen algunos líderes sociales, pudo haberse evitado. Y mientras la tierra sigue moviéndose y los equipos continúan su búsqueda, la pregunta incómoda vuelve a surgir: ¿cuántas veces más deberá morir la periferia para que se la escuche en el centro?

Por ahora, Bello llora. Llora por los 13 cuerpos sin vida que ya se han recuperado, por los 12 que siguen bajo el barro, por los cientos de familias que perdieron todo, por un país que aún no aprende a prevenir lo previsible. Y en ese llanto colectivo, que es también rabia y memoria, se traza la verdadera dimensión de esta tragedia: una herida abierta en el corazón de Antioquia, que exige algo más que condolencias. Exige justicia, reparación y prevención. Porque la tierra no perdona el olvido

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