El fútbol se despertó este jueves con un nudo en la garganta. Diogo Jota, delantero portugués del Liverpool, y su hermano André Silva, jugador del Penafiel, fallecieron en un brutal accidente de tránsito en la autopista A-52, cerca de Zamora, España. Según las autoridades, el vehículo en el que viajaban sufrió la explosión de una llanta, se salió de la vía y, tras volcar, se incendió. No hubo margen para el auxilio ni oportunidad para la esperanza. Murieron ahí, en la inclemencia de una carretera, lejos del grito de gol que tantas veces levantaron.
La noticia fue como una patada seca en el pecho. Dolorosa. Inesperada. Mundial. Las redes sociales se inundaron de mensajes, pero fue el de Cristiano Ronaldo el que más conmovió: “Tu sonrisa, tu humildad, tu coraje. Descansen en paz, Diogo y André”. En medio del dolor, la memoria se aferra a los gestos: Pepe, en una entrevista en directo, rompió en llanto; el Liverpool habló de “un Red por siempre”; el Real Madrid recordó sus enfrentamientos con Jota en Champions. Ya no se trata de camisetas. Se trata de humanidad.
Esta tragedia que nos arrebata a Diogo Jota y a su hermano se suma, con brutalidad, a una lista de nombres que el fútbol no ha olvidado. Porque detrás de los aplausos, los himnos y los goles, también hay silencio, luto y ausencias. El césped ha sido, demasiadas veces, testigo mudo de lágrimas que no nacen de la derrota deportiva, sino de la pérdida real, definitiva, irreversible.
Uno de los primeros casos que aún sacude la historia del fútbol fue el de Tommy Ball, defensor del Aston Villa, asesinado por su casero en 1923. En esa época, el fútbol aún no conocía la estridencia mediática de hoy, pero el hecho conmovió a Inglaterra entera. Décadas después, tragedias aéreas como la del Torino en 1949, cuando el avión que transportaba al equipo italiano se estrelló en Superga, dejaron una herida que el tiempo no ha logrado cerrar. Murió una generación entera de talentos que soñaban con la gloria.
Más cerca en la memoria colectiva, el accidente del Chapecoense en 2016 reabrió el duelo global. El modesto club brasileño, que vivía su cuento de hadas al llegar a la final de la Copa Sudamericana, vio apagado su sueño en una montaña de Colombia. Solo tres futbolistas sobrevivieron. Aquel luto, que se expandió como una sombra sobre todos los estadios del mundo, mostró cómo el fútbol es también comunidad en la tragedia.
Y están los que murieron en plena cancha, en medio de la algarabía que se volvió horrorosa. Marc-Vivien Foé colapsó en 2003 durante un partido de Copa Confederaciones. Antonio Puerta, del Sevilla, se desplomó días después de un juego y jamás volvió a despertar. Christian Eriksen, afortunadamente, vivió para contar su milagro. Pero el recuerdo de cada caída, de cada silencio en el estadio, sigue siendo una advertencia brutal: nadie, ni siquiera los ídolos, es inmune a la fragilidad.
Hoy el fútbol no tiene colores. Solo duelo. Jota, con su carrera en pleno auge, y su hermano, que tejía su camino en la Segunda División portuguesa, se han ido de forma absurda y prematura. Pero su legado, como el de tantos otros, quedó sembrado en los estadios que alguna vez recorrieron. Y en cada pelota que rueda, en cada niño que grite un gol, vivirá la esperanza de que el fútbol, incluso en medio del dolor, sigue siendo un puente para la memoria.