Hay jugadores que desafían las leyes del tiempo con su cuerpo. Otros lo hacen con la mente. Y algunos, como Dayro Moreno, lo logran con instinto, ese que no se entrena pero que puede afianzarse con los años como el filo de un machete. A sus 40 años, con el cabello tinturado, los tatuajes a flor de piel y una sonrisa de pelado irreverente, Dayro ha vuelto a recordarnos que el fútbol, a veces, es más inteligencia que velocidad, más intuición que músculo.
No es casual que el delantero del Once Caldas se haya convertido en el máximo goleador colombiano de todos los tiempos, con 372 celebraciones. Lo suyo es un arte: el de desaparecer en el área. No porque huya del juego, sino porque sabe que su mejor arma es el camuflaje. Como los grandes depredadores, elude el foco, se esconde en los puntos ciegos, y cuando los defensas lo creen vencido por la edad o la distancia, aparece con la daga afilada en forma de remate certero.
Lo suyo no es correr más, es estar donde nadie lo espera. En la noche quiteña del pasado miércoles, por los cuartos de final de la Copa Sudamericana, Dayro dictó cátedra. Su doblete ante Independiente del Valle no solo le dio la ventaja al Once Caldas en la serie, sino que lo consagró, de nuevo, como ese delantero que aún no tiene fecha de vencimiento. Su primer gol fue pura astucia: un tiro de esquina en corto, un desmarque casi imperceptible, y luego, el cabezazo letal, lejos de los reflectores y más lejos aún del arquero.
Pero fue en el segundo tanto donde volvió a demostrar que lo suyo es una lectura privilegiada del juego. En medio del área, entre centrales más jóvenes y más rápidos, fue él quien llegó primero al balón, como si el tiempo no le pasara por encima, sino que lo acompañara. No se trató solo de reflejos, sino de una compresión del espacio-tiempo que solo tienen los veteranos que no se resignan a ser ex jugadores.
Muchos reducen su historia a la caricatura del jugador fiestero: las rumbas con «traguito», las noches largas, las uñas pintadas, el ego siempre afilado. Pero hay algo más profundo detrás de ese personaje excéntrico. Dayro, pese a sí mismo, ha sido un profesional del gol. Un hombre que, entre excesos y errores, nunca perdió su brújula en la cancha. Y eso lo saben quienes lo han dirigido, como Alexis García, que alguna vez dijo que pocos entienden el fútbol como él.
En Chicoral, su tierra natal, nació el futbolista. Pero fue en Manizales, con el Once Caldas, donde nació la leyenda. Allí lo recuerdan como el joven indomable del título de 2003, el mismo que ahora, dos décadas después, vuelve a ser ídolo, ejemplo y, por qué no, una anomalía estadística. Porque no debería ser posible que alguien con 40 años siga haciendo goles como si tuviera 25, pero Dayro nunca fue de seguir libre.
Quizá por eso su historia fascina tanto. Porque es la historia de alguien que ha fallado muchas veces, pero que ha sabido reinventarse otras tantas. Que se burla del retiro como quien retrasa una cita con la muerte deportiva. Y que, por ahora, sigue celebrando. Con goles, sí. Pero también con una irreverencia intacta, como si el fútbol, para él, siguiera siendo el mismo juego de barrio donde empezó todo.